Recechando en berrea.



Son la seis de la mañana y por fin abandono  el duermevelas en el que llevo sumido toda la noche, ni puedo dormir por los nervios ni consigo mantenerme despierto debido al cansancio de la jornada anterior. Pocas cosas me resultan tan placenteras como pasar la noche en un refugio de montaña de los montes de Saja, con una buena lumbre y escuchando los bramidos de los venados en el exterior.

La berrea se encuentra en su momento álgido y, mientras desayuno al calor del fuego, pienso en que es el momento de aprovechar la ocasión. El enorme macho que tengo controlado y que ayer no me dio opción tiene que ser mío hoy. He visto muchos y buenos ciervos a lo largo de mi vida pero éste… éste es un monstruo.

Apago el fuego, reviso el equipo, limpio el visor, cargo la mochila y, con todos los trastos a cuestas, abandono el calor del refugio con la única luz de la luna, ya menguante, de septiembre. Casi en oscuridad total me dirijo al destino, un collado situado encima de una regata de hayas en la que el venado de mis desvelos defendía ayer su harén ante un imponente aspirante que en cualquier otro territorio sería imbatible pero que tiene la mala fortuna de haber elegido la zona custodiada por toda una bestia.

Tras una hora de ascenso a buen ritmo alcanzo la ladera que me dará acceso al collado, los potentes berridos de unos cuantos machos suenan constantemente a mi alrededor pero a lo lejos, en la dirección del lugar escogido, distingo unos bramidos más roncos, más profundos y más agitados que me hacen pensar que se trata de los dos combatientes que siguen con su disputa particular separados por unos cientos de metros.

A partir de ahora debo extremar las precauciones, comienza a despuntar el día y un descuido puede dar al traste con la aproximación. Con el viento de cara, ralentizo el ritmo de mis pasos e intento hacer el mínimo ruido posible, algo complicado teniendo en cuenta que no hay camino despejado en esta ladera repleta de tojos por la que transito. Una “escajera” como decimos en Cantabria en la que, además de pincharte sin remisión, a cada paso puedes partir una rama y espantar a cualquier bicho que se encuentre en los alrededores.

Poco a poco voy alcanzando el lugar en el que voy a realizar la “asomada” que me permitirá divisar la zona de sierra que se encuentra al final del hayedo y donde, presumiblemente, los contendientes volverán a encontrarse para pelear por el derecho a perpetuar su estirpe. El sol comienza a teñir el cielo de un naranja fuego que hace aún más idílica la escena. Los berridos no cesan y cada vez los siento más cerca, el corazón se acelera y los músculos se tensan, todos los sentidos alerta para evitar cometer un error fatal en estos cruciales momentos. Avanzo agachado entre los tojos parando cada pocos metros para controlar con los prismáticos los alrededores.

Al fin llego a dar vistas a la sierra en cuestión y me detengo para buscar con los prismáticos en la dirección en la que suenan los potentes berridos que ahora llegan a mis oídos en “dolby surround”. Están cerca, muy cerca, pero aún no han abandonado la espesura del hayedo y no puedo localizarlos. Uno de ellos, el que suena más grave y supongo más grande, se encuentra  en la cabecera de la regata de hayas, unos cien metros más arriba que el aspirante, a quien tengo a otros tantos metros a mí derecha. Cómo aún no puedo verlos, decido apostarme en el lugar en el que me encuentro en vez de avanzar más, dado que si no acierto con el sitio al que acceder, puedo colocarme en una posición que me impida verlos cuando abandonen el bosque. Si tengo suerte saldrán a una distancia adecuada para intentar el disparo.

Inmovil, sigo el desarrollo de la escena a través de los bramidos de ambos. El aspirante parece ir ganando altura y el dominante mantiene la posición sin salir al claro. Pasan los minutos y ya hay luz suficiente para ver con claridad si uno de los dos asoma mientras que las hembras, ajenas a la contienda que se avecina,  ya han salido a la parte alta y un nutrido grupo se alimenta tranquilamente del verde pasto de la zona.

Los frecuencia de los berridos aumenta y parecen estar ya muy cerca el uno del otro, cuando, de pronto, escucho el estallido del chocar de sus cuernas. La batalla ha empezado dentro del bosque pero no están muy lejos del claro. Los movimientos propios de la refriega provocan que se agiten con fuerza los brezos que circundan las hayas revelando su posición. Creo que es el momento de intentar avanzar hacia el lugar para buscar una ubicación favorable para el disparo y, sin  dilación, me pongo a ello. Aprovecho a ganar distancia mientras entrechocan las astas y detengo mi avance durante las breves pausas de la pelea.

De repente, los veo ya en el claro caminado en paralelo “leyéndose el testamento”. El tamaño de ambos impresiona y la potencia del combate hace que retumbe en todo el valle. No sé si les escucho más a ellos o el latir de mi corazón que se me va a salir por la boca.

De pronto, mientras avanzo, veo a mi izquierda un lomo pardo que sobresale por encima de los tojos. Me agacho tan rápido como puedo y permanezco completamente inmóvil. ¡La cagué! Me he metido encima de una cierva solitaria que pasta a unos 20 metros a mi izquierda. Por suerte no se ha percatado de mi presencia pero no puedo seguir avanzando porque, si la espanto, pondrá en alerta al resto de sus compañeras y los machos se esfumarán con ellas. Sólo me queda esperar a que la fortuna se ponga de mi parte y haga que mi vecina de palco decida alejarse de donde me encuentro.

El tiempo pasa y la situación no mejora. Cuarenta minutos después, mi incómoda vecina sigue “desayunando” a mi lado y desde mi posición puedo ver como los machos han ido ganando altura, alejándose de mí mientras continúan con su disputa aunque ahora ya de forma más intermitente, el cansancio va haciendo mella en los dos contrincantes.

Valoro las opciones y creo que no debo esperar más si lo hago se alejarán aún más y perderé la oportunidad. Decido intentar el disparo desde la distancia y con movimientos tan lentos como tensos preparo el trípode. Me apoyo en él mientras acerco el ojo al visor y el dedo al disparador. Tengo al “monstruo” en el centro de la retícula, ya es mío… tenso el dedo poco a poco y dejo que me sorprenda el… click, click, click de la cámara.

Un buen puñado de imágenes son el premio que buscaba en este complicado pero apasionante rececho.

P.D. Disculpad que al principio del relato olvidase comentar que en esta ocasión el arma era una Nikon y no mi inseparable cerrojo del 30-06.



  Eduardo Gutiérrez

No hay comentarios:

Publicar un comentario