José María Fernández @the_last_trapper
Por suerte y por desgracia me encamino a contaros la historia de mi vida como cazador.
Por suerte, porque puedo escribir estas palabras haciendo referencia a lo bueno que creo que debe tener un cazador de futuro. Para saber si alguien va a ser bueno en algo en un futuro, a mi humilde opinión creo que es muy importante realizar un estudio retrospectivo de la persona, remontarnos a su pasado donde se forjaron sus valores en este mundo, transmitidos por sus mentores, aquellas personas importantes en la vida de todo cazador, que fueron los responsables de la educación y el respeto en esta actividad.
Por desgracia, porque tengo veintiséis años y esta será la última vez que pueda plasmar mis palabras en esta categoría.
Quiero hablaros de mi presente muy brevemente. Soy una persona que vive por y para la caza, su estudio, regulación y sostenibilidad, para que así, pueda perdurar en el tiempo su verdadera lealtad y esencia. No puedo escapar de ella, estudié la carrera de Ciencias Ambientales en la Universidad de Huelva y actualmente estudio el Master de Gestión Cinegética en el mismo lugar. Como para no tener la caza presente en mi día a día.
Pienso que lo curioso de mi historia es que, aunque parezca raro, yo no tuve la suerte de tener una figura en mi familia que le gustase la caza, alguien que me metiera el gusanillo de niño, como sí que tienen la mayoría de cazadores. Todo lo que he aprendido lo he tenido que hacer por mis propios medios. Sí que es verdad que tengo dos tíos, mi tío Antonio “El Boby” y mi Tío Luis, a los que agradezco esas jornadas de caza donde comencé a almacenar estos maravillosos recuerdos de morralero. Pero eso fue cuando era un poco más mayor, como se suele decir “no lo he mamao desde chico”, ya que no es lo mismo que tener un padre o un abuelo que te siembre desde bien pequeño esa semilla a la que nosotros llamamos caza.
Ya desde bien pequeño, sin saber por qué, sentía curiosidad por este mundo, sin que nadie me dijese nada. Creo que eso se lleva en la sangre. Mi familia se dio cuenta cuando mi abuela me llevaba de muy pequeño a ver a mi tío Antonio. Ahí se podría decir que experimenté mi primer contacto con la caza.
—No le vayas a meter la mano que pican. —
decía mi tío mientras mi abuela me cogía en brazos a escasos centímetros de una vieja jaula con un imponente perdigón de reclamo.
A raíz del primer día que las vi, no había un día que fuese a su casa que no me las tuviera que cambiar de sitio para que yo las pudiese ver cantar. También conservo imágenes de un cráneo de ciervo que tenía en el salón, y que, mientras los mayores hablaban de cosas de mayores, yo lo observaba por todos lados preguntarme como estaría cogido el cráneo a la tabla.
Mi abuela materna, poco después, al ver que yo curioseaba con el tema y preguntaba mucho, ya con seis o siete años comenzó a llevarme al matadero municipal de mi pueblo para ver llegar por la noche los monteros de sus largas jornadas de caza.
Era algo que me encantaba y esperaba durante toda la semana, donde yo me embelesaba viéndolos partir las reses para posteriormente repartírselas entre los asistentes.
La verdad que no recuerdo cuantos años tenía, pero al poco tiempo ya mi madre comenzó a comprarme las primeras revistas: Jara y Sedal, Caza con Trofeo, Federcaza… que ya traían DVDs y algunos accesorios (que aún conservo) con los que yo me sentía un verdadero cazador desde bien pequeño.
Todo no podía ser caza. Con siete u ocho años ya andábamos jugando las pachangas al futbol interminables en la plaza hasta que se hacía de noche, aunque, no puedo negar que los chavales que hoy tenemos mi edad ya formábamos parte de los niños del siglo XXI, tecnológicamente hablando. Jugábamos también a la Play 1, sobre todo al Fifa 1999 en casa de mi amigo Francisco, gran amigo mío desde que nacimos prácticamente, hay fotos que pueden corroborarlo.
De derecha a izquierda, mi amigo Francisco y yo en nuestros primeros días juntos.
Nos pasábamos la mayoría del tiempo en su casa y su familia por parte paterna, su abuelo y su padre, tenía una gran tradición cazadora. Algo que yo admiraba y envidiaba de forma sana. Un día de los tantos allí, mi amigo dijo algo que me cambiaría mi visión del mundo para siempre.
—Mañana voy al campo con mi abuelo, ¿le pregunto si te puedes venir?
Creo que la respuesta era muy obvia. Desde ese día, todos los sábados ya estaba desde bien temprano andaba yo despierto, poniéndome videos de caza mientras desayunaba y esperaba a que sonara esa serie de pitidos característico de la Renault Kangoo que tenía su abuelo para que yo saliera de mi casa.
Francisco siempre se llevaba su Norica Sport del calibre 4,5 a aquella humilde parcela, donde reinaba el olivo en la mayoría de terreno, algunos frutales, una parra que daba sombra a la entrada a la casa y una pequeña zona para un huertecillo, suficiente para abastecer su casa de hortalizas para aquella temporada.
A los olivos nos íbamos siempre a tirar al blanco y para la siembra nos apostábamos detrás del huerto para ver si “cazábamos” algún pajarillo mientras Manolo, que así se llamaba aquel hombre, pasaba el arado con un pequeño tractor Pasquali.
Manolo para mí era una persona que se daba a respetar. Parecerá muy obvio, pero, hablaba cuando tenía que hablar, reía cuando tenía que reír y reñía cuando tenía que reñir, con sus principios bien afianzados, que nunca dudaba en ayudar a quien lo necesitara en cualquier momento.
Muchos días no íbamos al campo solo a disfrutar y a jugar, también aprendimos que el campo conllevaba un gran trabajo duro para poder recoger lo que uno sembraba y que había que “arrimar el hombro” algunas veces. Aceitunas, patatas, tomates, pimientos, cebollas, rabanillas… sembrar, cuidar, hacer injertos a los frutales, mantener a raya las plagas, recolección y muchas más cosas. Nos ayudó a ver el sacrificio y responsabilidad que conllevaba hacerse cargo de lo que uno finalmente ponía sobre la mesa.
Allí, en aquella casa de campo pequeña, que se componía simplemente por un salón con chimenea, un fregadero y un cuartillo estrenamos nuestras primeras navajillas, toda una ilusión para nosotros por portar y utilizar un utensilio que solo utilizaba la gente del campo, era nuestro orgullo.
Manolo siempre pegaba una voz a medio día desde la casa para que fuésemos a picar algo, mientras nosotros estábamos tirando con la escopeta en los olivos, en un riachuelo cercano intentando coger sapos y ranas o simplemente explorando el campo mientras estrenábamos unas botas de agua después de una buena semana de lluvia.
Nunca se me olvidarán esas esas risas que él se echaba mientras yo, que soy de buen comer, picoteaba la lechuga de la ensalada por debajo de la lombarda, que no me hacía mucha gracia. Allí también probé mis primeros gurumelos, esa magia que da la tierra, hechos a la plancha en la chimenea con ajo, aceite de oliva y un poquito de perejil. Era un auténtico manjar. Nos preparaba aquellas ollas de zorzales y palomas, cuando había, mientras nos contaba sus intrigantes historias de antiguas jornadas de caza o simplemente nos explicaba cosas de las nosotros que pensábamos que éramos unos maestros con nueve o diez años, pero que realmente, cuando profundizábamos no teníamos ni idea. Nos enseñó a respetar la naturaleza, a que solo disparáramos a lo que necesitáramos realmente, a que todo lo que cazáramos lo tendríamos que hacer con un fin, no por mera diversión.
El campo de Manolo se encontraba en una zona rica de caza menor, pero al cabo de unos años vimos un descenso de ella, sobre todo en las liebres, asique, con la utilización de los primeros ordenadores que llegaron al pueblo, realizamos un “Plan de Gestión del Coto El Campillo”, que así lo nombramos, donde registramos una serie de normas (cupos por días de cada especie y cazador, sanciones administrativas por no seguir las normas, etc.) para que el abuelo de Francisco se lo entregase a la gente del coto al que pertenecía para que las acataran. Siendo tan solo unos críos de once o doce años ya pensábamos en hacer gestión, vaya cosas.
Un día entrando por el camino del campo apareció una perdiz de peón. Francisco, con las cosas de la edad y del desconocimiento, quiso sacar la escopeta de plomo por la ventana del coche para dispararle. Para nosotros era una pieza digna de un cazador y una oportunidad de, con la edad que teníamos, hacernos con ese trofeo. Manolo al ver que su nieto quiso sacar la escopeta eufórico, muy tranquilo le dijo que no la cogiera. Y Francisco sin entender nada preguntaba.
—Pero vamos a ver ¿Por qué abuelo? —decía Francisco con tono enfadado viendo que perdía la oportunidad y que el perdigón marchaba cada vez más lejos.
—¿A que no has visto de donde ha salido la perdiz? —le preguntaba Manolo poco después. —ha salido de la linde del vallado, y va a peón porque es una pájara, no un pájaro, por eso ha salido así y no volando al pasar nosotros tan cerca. La perdiz al ver el peligro en nosotros el peligro ha preferido que la sigamos a ella y así alejarnos del lugar de donde probablemente tenga el nido. —respondía tranquilo.
¿Qué podíamos responder nosotros a eso? Nada. Solo coger la lección y guardarla en el bolsillo del buen cazador para que, cuando llegue un momento o situación parecida con nuestros futuros hijos y/o nietos podamos actuar de la misma forma, fomentando así una caza sensata y respetuosa con la naturaleza, ya que solo de esa forma podemos cambiar la visión actual, educando a los más pequeños en la realidad que se vive en el campo y que después cuando sean mayores puedan decidir por ellos mismos.
Foto del carnaval de mi pueblo vestidos de cazadores viejos.
Sé que me dejo muchísimas cosas en el tintero, aparte de muchas cosas que prefiero guardarme para mí. Todas las historias y recuerdos que tengo de esos años no cabrían en este escrito, necesitaría un libro o una enciclopedia.
Por todo esto, si yo tuviese que nombrar a alguien responsable que hizo que en mí se despertaran los valores que ahora sigo día a día como es la gestión cinegética, el respeto a la naturaleza y lucha continua por que la caza se vea y se reconozca por sus valores tradicionales y sostenibles solo podría nombrar a una persona, Manolo Nieves.
No hay un día que salga al campo que no me acuerde de él.
Dedicado con todo mi cariño a Paco Nieves (su hijo), a Francisco Nieves (su nieto) y toda su familia, mi familia.
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