MI PRIMER DÍA DE RECLAMO



Eran las nueve de la noche del día anterior y ya no cabía en mí. Todo era por una simple razón, la que todo verdadero cazador siente cuando llega este momento: La apertura de la temporada. En este caso no era la apertura de cualquier modalidad, era la apertura del grupo uno de la perdiz con reclamo en Andalucía. Mi zona, mi tierra.

Para mí no es una actividad cualquiera, es una caza diferente a la que estamos acostumbrados a vivir hoy día. Un arte muy difícil y sacrificado, lo calificaría yo, que se remonta a nuestros más lejanos antepasados, aquellos que necesitamos tener presentes en esta modalidad ya que sin sus conocimientos y costumbres hoy no podríamos practicarla.

Desde muy pequeño, ni siquiera recuerdo si sabía hablar, ya me llamaba la atención dos cosas principales del mundo de la caza. Una era los arreglos de taxidermia y la otra las perdices enjauladas que tenía mi tío Antonio El Boby en su casa. Siempre que iba con mi abuela a verlo recuerdo el no echar cuenta a nada de lo que me decían.

—Dale un beso al tito Boby y a la tita Cruz. — decía mi abuela mientras yo solo miraba de reojo al patio donde tenía aquellos perdigones de escándalo.

Cuando me fui haciendo más grande, ya me llevaba con él a colgar. Aún recuerdo aquellos puestos de alba en el coto “El Capricho”. Era un coto de campiña donde reinaban los olivos y el viñedo, rico en caza menor, donde sus socios se podían contar con los dedos de las manos, y aun así se realizaba una buena gestión del coto dentro de lo que cabía.

Como si fuese ayer, aparece en mi mente el llegar al campo de noche, parar el coche y llevarnos más de media hora, los dos callados, mientras mi tío miraba con preocupación la copa de los arboles más altos para ver si cesaba el viento. Tenía unos pájaros que hacían parecer que todo aquello era fácil, y que todos los pájaros por defecto tenían la misma bravura. Era quitarles la sayuela, chasquear los dedos un par de veces y antes de meternos en el puesto ya estaba el pájaro de la jaula buscando campo.

Cuando comencé a cazar por mi cuenta dejé un poco de lado esa modalidad, pero nunca salió de mi mente. Era época de muchos gastos: tarjeta del cazador, permiso de armas, tarjeta federativa y seguro, licencia de caza, acreditación del acotado, cacerías que se pagaban aparte, cartuchos, balas, ropa, accesorios… no era momento de pagar una licencia para cazar el reclamo y los gastos extras que conlleva la modalidad. Pero este año sí que era el momento.

A las nueve de la noche del día anterior a la apertura de la temporada, todo lo nombrado anteriormente pasaba fugazmente por mi cabeza mientras cortaba algo de salchichón ibérico y fuet para llevarme al día siguiente al puesto. Era mi primer día como cazador de perdiz con reclamo.
Agarré también cuatro o cinco mandarinas y todo al zurrón.

Ya tenía todo preparado: Un puesto de cinco lados que compré hace unos años cuando comencé a repartir gastos poco a poco para poder cazar esta modalidad; el zurrón, donde llevaba agua, el taco, el hacha y un pequeño escardillo para preparar el terreno; como arma, llevaba mi “nueva escopeta”, y digo nueva porque la compré este año, pero su fabricación ronda principios del año 1900, una Victor Sarasqueta monotiro con ochenta centímetros de longitud de cañón y de martillo. Una verdadera reliquia.

Casi no dormí. Sonaba agua detrás de las ventanas de mi habitación, miré el tiempo y no acompañaba mucho, pero, aun así, tenía asegurado que mis nuevos pollos tenían que salir al campo ese día, aunque solo fuese un paseo en el coche y de vuelta a casa por donde habíamos venido.

Todo era pura aventura, yo primerizo en este arte y mis cuatro pájaros, con los que pretendía cazar este año, también primerizos. Eran pollos que me recomendó un gran amigo muy aficionado a esta modalidad y a los que llevo cuidando como si fuesen mis hijos desde que los compré.

Chasqueo de dedos, sayuela puesta y al campo. La zona que elegí era pura, un barranco casi inalcanzable donde para llegar había que pistear mucho por antiguos sacaderos de madera casi perdidos entre inmensas jaras y pinos. Estaba convencido de que, si mis pájaros se arrancaban por un canto mayor o por un cuchicheo, llegarían las notas hasta la esquina más profunda del barranco.

Parecía que el tiempo había dado un poco de tregua, así que me bajé del coche y me encaminé hacia un claro donde había un tronco cortado de un antiguo eucalipto abrazado por una jara pringosa. Era el lugar perfecto para hacer un pulpitillo natural, solo habría que adaptar un poco la zona. Corté algunas pequeñas jaras que salían por allí, aparté las lajas y removí un poco el suelo para evitar posibles rebotes de la plomada en la zona de la plaza.

Seguidamente, me eché la mano al bolsillo, saqué mi telémetro y me fui alejando del pulpitillo hasta los quince metros. La misma historia que antes, aprovechando un jaguarzo que por allí había, coloqué el puesto, corté algunas ramas y lo tapé un poco. Al momento comenzó a chispear, metí la silla en el puesto, abrí el paraguas y lo coloqué encima para que la silla no se mojara. Al ver que esta no cesaba me volví al coche.

Cuanto más esperaba, más apretaba la lluvia. Comencé a frustrarme. De vez en cuando escuchaba a mi Lacio picar el suelo de la jaula, aburrido de estar tapado. El sitio donde me encontraba obviamente no tenía cobertura, así que saqué una libreta que siempre llevo conmigo, donde apunto cosas representativas del lugar, la vegetación, detalles concretos o ideas para textos como este y comencé a escribir. Viendo que la lluvia no cesaba, a las doce y media de la mañana me fui para casa tal y como había venido.

¿Qué había pasado esa mañana? Solo ponía en el tiempo llovizna en algunas horas del día y allí en la zona donde me encontraba ya corría agua por las canales de las pistas por las que pasé de vuelta a casa. Aun así, precavido yo, al llegar quité las sayuelas a los dos pollos que llevaba, les piqué un poco de verde y le coloqué las sayuelas a media jaula a los otros dos pollos. Por si acaso.

Eran aproximadamente las tres de la tarde cuando terminé de comer. Al llevar el plato al fregadero miré por la ventana, había escampado. Miré el tiempo y solo daba nublado, ni siquiera daba viento. Corriendo me volví a vestir de verde, sayuela hasta abajo de las jaulas y de nuevo al campo.

Ahora sí, no llovía, era el momento. Abro mi Morona, como llamo a mi escopeta, la alimento con un cartucho de treinta gramos y de plomo seis y me encamino al pulpitillo. Poco a poco tiré de la sayuela hasta descubrir a mi número tres, que es la numeración que tiene en casa. No le pongo nombre a mis pájaros hasta que no encuentro alguna característica que lo distinga de los demás, y este hasta ahora, sigue siendo el tres. Era un pollo con mucha planta, tranquilo, con muy buena pinta, algún que otro picotazo me he ganado rellenándole el casillero con el pienso.

Pasaba el tiempo y el pájaro miraba a su alrededor, impasible, no parecía motivado por el ambiente, así que, después de unos cuarenta minutos de destaparlo y habiendo cantado un par de veces de buche, con las mismas lo volví a enfundar. Otro día será.

Yo sé que las cosas del reclamo van como en palacio, despacio, así que no esperaba mucho tampoco del primer día, solo que pudieran estar en el campo, que se fueran haciendo a él, que se acostumbraran al paseo en el coche y que, si había algo de suerte, pudiesen perder el miedo y cantar a los cuatro vientos buscando pelea.

Era el turno de El Guita, nombrado así desde ese día porque los dos pollos que llevaba esa tarde eran muy parecidos y las jaulas iguales. A ese que era el número dos en casa, le puse un trozo de guita naranja de las de amarrar alpacas de paja en la anilla de la jaula para poder diferenciarlos. Este pollo era más intranquilo, más vivo en casa, se ponía más nervioso que los demás, pero también con muy buena planta y actitud.

Vuelta a lo mismo, alimenté la escopeta, sayuela fuera con cuidado, chasqueé los dedos un par de veces y de nuevo al puesto. Observándolo desde el hueco de la tronera, no parecía el pollo que yo estaba acostumbrado a ver, estaba tranquilo, pero observándolo todo, aun así, no cantaba.

A los diez minutos de estar el pollo en el pulpitillo comienza a chispear, todo se torcía otra vez y no tenía pinta de que fuese a parar. Me tornaba en una incertidumbre que rápidamente tenía que resolver, pero no sabía si salir a tapar el pájaro e irme a casa o dejarlo a ver qué pasaba. En ese momento, debatiéndome entre las dos opciones, comienza el pájaro con un canto de mayor en ascenso que me dejó con la boca abierta, era lo último que esperaba en ese momento, este se paraba a escuchar y al momento volvía, alternando ya los diversos cantos.

Me había alegrado el día, no podéis imaginar que felicidad tenía en el cuerpo, y eso que seguía apretando la lluvia. Saqué el móvil con cuidado para grabarlo, era un espectáculo, no paraba, me tenía embobado. Cuando menos me lo espero escucho a un perdigón de campo contestándole, ¿qué más podía esperar?

El que entrara al puesto era muy difícil, otro nivel, ya que el pájaro que hay en mi coto es un pájaro autóctono de la sierra, bravos, la mayoría muy reacios a entrar al señuelo, ya que son muy listos y desconfiados.

Para mi sorpresa, mientras grababa, veo en la pantalla del teléfono entrar a la pájara a toda velocidad, callada, mientras el macho seguía cantándole desde unos diez o quince metros, en lo alto y espeso del monte. Por encima de la pantalla del móvil necesitaba verlo con mis propios ojos. No me lo creía. Intenté tranquilizarme todo lo que podía dada la situación, mientras el de la jaula seguía con su cante intentando meter a la pareja en su terreno.

Finalmente, y a mi humilde criterio, creo que hice lo que todo buen cazador de reclamo habría hecho en esa situación, dejar trabajar a su pájaro, esperar a que entrara el macho, que recibiera bien a la pareja en la plaza y poder culminar la faena para que mi pájaro se diera cuenta de cómo funciona esto. Estoy convencido de que otros directamente hubiesen tirado a la hembra en el momento de verla entrar al puesto, y eso para mí, con todos mis respetos, no es la esencia de caza de la perdiz con reclamo.

Finalmente, mi pájaro y yo no tuvimos esa suerte, topamos con una pajarita curiosa que solo venía a echar un vistazo y con su celoso macho que la seguía. Tal como dio la primera vuelta al pulpitillo, la hembra se alertó con algo, seguramente con la jaula que estaba muy a la vista; el puesto; el pájaro, que bregó mucho mientras ésta entraba o simplemente que la lluvia cada vez apretaba más y más.

Esos fueron los distintos factores que seguramente hicieron a la pájara salirse del puesto en cuanto dio una vuelta al pulpitillo. A pesar de no culminar la faena, El Guita no dejó de cantar prácticamente hasta cuando cogí la sayuela de su jaula en mis manos para volver a enfundarlo.

Sin duda un día para el recuerdo, que se quedó grabado en mi retina y desde hoy, también en este escrito


Autor: José Mari Fernández (@the_last_trapper)




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