LA ZAHÚRDA DEL TÍO ANTÓN

- ¡Mañana vamos a ir de revolá!

Por poco me caigo de la silla. Estaba sentado al lado del fuego, pero un frío casi helador  recorrió todo mi cuerpo, desde el dedo gordo del pie hasta el último pelo de la coronilla.

 En casa no se hablaba de caza desde hacía casi tres años. Mi padre había sido cazador toda su vida, desde la cuna, como se suele decir. Para nuestra familia era más que una afición, pero desgraciadamente un día todo cambió. Hace casi tres años, una fría mañana de diciembre, mi padre salió de caza como hacía todos los domingos. Fueron a los conejos, a un arroyo de tamujas que a él y a su cuadrilla le gustaba dejar para el puente de “la Pura” como ellos decían. Todavía no sabemos muy bien qué pasó, pero un tiro le impacto en el rostro.   Perdió un ojo y  un 85% de visión en el otro. Nada volvió a ser como antes. Tuvo que dejar su trabajo. La  pequeña pensión que recibía apenas nos llegaba para pagar los gastos de la casa. Fue muy duro.

Mi madre se tuvo que poner a cuidar niños y nos deshicimos de los perros, dos podencos andaluces color canela y un pequeño bretón blanco y naranja por el que yo sentía especial devoción.

Yo practicaba la caza casi clandestinamente, no solía traer  las piezas que cazaba a casa por no “caldear” a mi madre. Sé que no le gustaba prepararlas. Le recordaba lo sucedido. Yo prefería evitarlo.

Pero había algo a lo que yo no podía ni quería renunciar. Sentía pasión por la caza del “cuco”.  Si había algo que añoraba, eran los puestos con mi padre, sobre todo los del alba, levantarnos cuando todavía la noche era oscura, el olor a la leña de encina recién quemada, sus interminables relatos, la pasión con la que vivía cada lance, las anécdotas que me contaba… Algo, en lo más profundo de mi alma, se retuerce como una culebra cada vez que lo recuerdo.

- ¡Papá!   -acerté a decir, medio balbuceando.
- Sí, además vamos a ir a la zahúrda del tío Antón, donde le mataste cuatro pájaros a “Paco”.

A este reclamo mi padre le llamaba “Paco” por el famoso torero Paco Camino, su otra pasión eran los toros, afición que compartíamos. Por el puesto de la zahúrda yo sentía especial predilección. Allí fue mi bautismo perdigonero, mi padre me dejó a “Paco”, su mejor pájaro. Recuerdo sus palabras como si fuera hoy: “haz las cosas bien, que ya eres mayorcito y bien has podido aprender”.  En ese momento, todavía no era consciente de que las emociones que iba a vivir esa tarde se harían perennes en mi memoria. Lo recuerdo con nostalgia. A veces, me gusta trasladarme a aquella tarde y recordar los cuchichios de “Paco” retando a los camperos, los nervios previos al lance, los olores que me embriagaron, el sol cayendo sobre el pantano…Maté tres machos y una hembra.

- Pero, papá, yo no sé cómo está ese puesto, estará en el suelo.
- No creo. Nos vamos tempranito y le hacemos los retoques que haya que hacerle. Nos llevamos un poco de pasto para tapar los agujeros, -se detuvo un momento-  y retama, que siempre viene bien.
- ¡En ese puesto cabemos los dos! Además, tiene mucha oída.- me dijo, mientras removía las ascuas con  una vara de azuche medio requemada que le gustaba tener. Me incorporé ligeramente de la vieja silla de enea que crujió como la cubierta de un viejo barco.
- Vale, papá.
- Nos vamos a llevar al pollo que alicortaste el año pasado en “Cañahonda”. Ese que te gusta tanto y en el que tienes puestas tantas esperanzas.
- ¿Tú cómo sabes eso? –le pregunté sorprendido- . No sabía que estabas al tanto de mis pájaros -añadí.
- Tu amigo Francisco me resulta simpático -me dijo, mientras en su rostro pareció dibujarse una tenue sonrisa. Yo no salía de mi asombro. Tan pronto tenía frío como calor.
- Y venga, vámonos a la cama que mañana hay que salir temprano. Se levantó torpemente y llamó a mi madre:
- ¡Lucía! -gritó.
- “Ayúdame”.

Me quedé aturdido y medio atolondrado. Estuve un buen rato mirando el fuego, viendo como las llamas consumían lentamente la rancia leña de encina.  Recordé a mi admirado Delibes: “lo difícil no iba a ser madrugar, lo difícil sería dormir”.

Así fue. La vigilia fue larga.

A las 6 de la mañana miré el reloj por última vez.

- Me voy a levantar -pensé.

Eché a un lado la vieja colcha de lana que cubría mi cama, me incorporé y cogí del perchero la trenca de pana que había heredado de mi abuelo. Me la puse sobre los hombros y, casi sonámbulo, me dirigí  a la cocinilla donde estaba la chimenea. A medida que me acercaba, mi sombra iba creciendo cual los gigantes del Quijote. Al llegar, comprobé que la puerta estaba abierta y el resplandor del fuego iluminaba toda la estancia.  Frente al fuego estaba él. Respiré  profundamente y el olor me traslado a mi infancia. Junto al poyo que hay en la chimenea estaba mi madre preparando el café. Me irritaba pensar que lo estuviera pasando mal. Cuando, de pronto:

- ¡Maldito veneno el que tenéis en la sangre! -sentenció entre sollozos.

En ese momento un leño se quebró y la lumbre se descompuso como si una torre de naipes se tratara. Aproveché ese momento y miré por la ventana. La niebla era tupida y densa como la teña de una araña recién hilada. Me pareció escuchar el canto de un gallo.

- Venga, hijo. Vamos a la casilla a por el pájaro -dijo mi padre mientras se levantaba.
Aproveché que mi padre se dirigía hacia la puerta para acercarme a mi madre y  mientras depositaba un suave beso en su mejilla, le dije:
- ¡Lo siento, mamá!
- ¡Abrigaos bien y marchaos! –me espetó anudándose su bata azul oscura.
- Sé que no hay otra cosa que os haga más felices.
Sus ojos brillaban como los de un gato en la oscuridad.
- ¡Venga, hijo! –refirió subiéndome la cremallera de mi nueva pelliza de camuflaje.
- Sabes que hay que “destapar” antes de que venga el día.
- ¡Venga, tira!

Nos dirigimos a la casilla, y allí, como si de un ritual se tratara, preparamos todo lo necesario. Delicadamente me acerqué al pájaro, le toque unos pitos y le cubrí con la sayuela marrón con la que me gustaba tapar a las promesas de mi jaulero.

Nos dirigimos al coche, un Renault 6 blanco con el parachoques de latón oxidado, y emprendimos la marcha.  Antes de llegar, nos detuvimos a cortar un poco de retama para tapar al pájaro y la ventanilla del puesto.  Entre la niebla y el vaho de mis jadeos, se me empañaron las gafas.

Dejamos el coche a unos 300 metros de la zahúrda. La niebla cada vez meaba más, no se veía nada. Cuando comenzamos a andar, le dije a mi padre en voz bajita:

- ¡Ten cuidado, papá!
- Me conozco cada piedra, cada tomillo y cada cardo de este camino. No te preocupes, hijo.
- ¿Cómo se llama el pájaro? ¿Le has puesto nombre ya?
- Se llama “Morante”, papá. No es Paco Camino, pero es un artista.

Nos reímos.

- Pues a ver si hoy da la talla, hijo –sentenció tajantemente.

Seguimos riendo tímidamente.

Al llegar al puesto, me percaté de que no había que hacerle muchos retoques. La tierra suelta del interior junto a dos vainas de rio 50 de color verde delataban que no hacía mucho algún cuquillero lo había visitado.

- Está “dado”, papá –le dije furioso.
- ¡Quién guarda en el campo, guarda para otro! Esto de la caza siempre ha sido así, pero no importa. Este puesto es muy bueno, tiene mucha oída. El pollo va a escuchar campo. Se trata de ver lo que hace “Morante”, la percha no importa-me dijo sabiamente.
- Tienes razón, papá. Tienes razón.

Recorrí sigilosamente los veinte metros que separaban la zahúrda del pulpitillo. Un recio tanto de piedra, testigo de muchas contiendas. Me aseguré de que “Morante” estuviera bien sujeto, para que ningún revuelo o salto pudiera hacer caer la jaula. Le coloqué bastante retamita, era un pollito y no quería que se asustara al ver llegar a algún campero  envalentonado.

 Estaba todo listo, el alba ya casi se vislumbraba y el campo estaba a punto de romper. De repente:

- "Caracha chá chá chá, caracha chá chá chá, caracha chá chá chá".

Mi corazón se puso a cien por hora, notaba el latido en el pecho igual que cuando alguien aporrea una puerta.

- ¿Destapo? –le pregunté nervioso a mi padre.
- Sí, venga y despacito. ¡Haz las cosas bien!

Destape a “Morante” suavemente y diciéndole:

- “Chico, chico” -le toque unos pitos y me fui para la zahúrda.

La encantadora música del campo cada vez iba a más. Aquello parecía un gallinero.Las vistas por las ventanillas eran idílicas. “Morante” se erigía en un precioso tanto de piedra adornado con retama verde y tomillo. Tras su colorido plumaje, el pantano y, al fondo, a lo lejos, el horizonte que empezaba a tornarse azul celeste claro. ¡Qué pena que mi padre no pudiera verlo! Las lágrimas brotaron y calentaron  mi mejilla.

El “campo” seguía emitiendo todo tipo de cantos, cuchicheos, reclamos, pitos, algún revuelo…, era una maravilla. Tenía razón mi padre cuando decía: “de revolá, cantan hasta las piedras”.

- ¿Qué hace “Morante”?
- Está escuchando, papá. Está tranquilo –le respondí.
- Esa es muy buena señal, hijo.
- Ya, papá, pero no canta -le dije preocupado.
- Es normal. Es la primera vez que sale al campo. Tranquilo, ya cantará.

Así estuvo media hora, sin abrir el pico. Parecía estar congelado, no movía ni pie ni pata. El concierto campero empezaba a languidecer, cuando:

- "Caracha chá chá chá, caracha chá chá  chá, caracha chá chá chá", - sonó un reclamo ronco que retumbó por todo el collado.

¡Madre de Dios! -pensé.

Siete golpes de cañón, que encadenó de  manera magistral con un cuchicheo muy suavito. Para terminar, lanzó doce pitos que retumbaron como timbales. Mi padre me dio un suave empujón y me dijo:

- Te lo dije, hijo. Con los pollos hay que tener paciencia. ¡Menudo reclamo, eh! – me dijo en voz bajita.

No tardó en contestarle un macho. Cada vez había más luz, pero la niebla seguía presente. Sería testigo de la batalla que se avecinaba. “Morante” seguía llamando campo, lanzando reclamos cada vez más continuados. De vez en cuando, daba una vuelta a la jaula como buscando aquel valiente que le retaba.

- ¡Qué bien lo está haciendo! -susurró mi padre.
- Sí, papá. ¡Genial!

De pronto, “Morante” empezó a recibir muy bajito, con un cuchicheo casi imperceptible. Yo miraba inquieto por la ventanilla, pero no veía nada. Mi padre afirmó:

- ¡Ya los tiene cerca!
- No veo nada, papá –le dije, abriendo mis ojos de par en par. Y en ese preciso momento, como si de una fiera se tratara, veo aparecer un precioso macho a la carrera. Pegue un pequeño brinco y mi padre me sujeto diciendo:

- Tranquilo, hijo. Tranquilo.
- Parece un Miura, papá -le dije con la voz entrecortada.
- Los “figuras” tienen que saber lidiar con todas las ganaderías.

Los dos sonreímos tímidamente.

El campero llegó con ganas de griesca y dio un par de vueltas alrededor de la jaula con las alas arrastro. Yo se lo retransmitía a mi padre, estaba emocionado. “Morante”, lejos de amedrentarse, se envalentonó. ¡Cómo los buenos toreros! Estaba haciendo una gran faena. Se vino arriba y recibió de maravilla al campero. Incluso, me pareció oírlo titear.  Era precioso, pero al mismo tiempo, algo en  mi interior me laceraba. Mi padre no podía verlo. Lo pensaba y me entristecía profundamente. :

- ¡Ojalá pudieras verlo, papá!

Esperé nervioso su respuesta.

- Hay que tirarlo ya. “Morante”  ha hecho su trabajo. Lo está recibiendo muy bien y lo ha titeado.
¡Prepárate y, cuando sea el momento oportuno, dispara!

Apreté fuertemente la fría culata a mi mejilla mientras llevaba el dedo al gatillo. Espere el momento oportuno. El corazón se me iba a salir del pecho. La mano me temblaba, no sabía si iba a ser capaz.

- Hijo, tranquilo – me dijo mientras me echaba la mano por encima del hombro. Lo vas a hacer bien.

Y no sufras por mí. Aquí, en el campo, junto a ti, entre reclamos, pitos y cuchicheos, me siento vivo otra vez. ¿Qué importa ver cuando  lo que se siente es de verdad?

Las lágrimas brotaron de mis ojos a borbotones. Suspiré, me agarré fuerte a la escopeta y escuche titear a “Morante”. Era el momento. Disparé y el tiró aceleró aún más mi corazón. Miré nervioso por la ventanilla buscando al campero y lo encontré rindiendo pleitesía a “Morante”. Un suave cuchicheo advertía  que comenzaba el sepelio.

- ¡Qué bien, hijo. Qué bien! -me dijo sonriendo.

 Poco a poco, “Morante” comenzó a subir el tono y empezó de nuevo a llamar campo. ¡Qué maravilla!

- ¿Papá, no te parece raro que la hembra no haya dado la cara? -le pregunté  curioso mientras suspiraba y me limpiaba las lágrimas con la manga.

Está ahí. No ha cantado, pero está ahí -me soltó. Yo no salía de mi asombro mientras escudriñaba el campo por la ventanilla.

- No la veo, papá -le dije.
- Ahora cantará. La hembra siempre canta. Ten paciencia, hijo. ¡Siempre canta! -me dijo dándome dos golpecitos con su mano en la rodilla.

Aunque mi corazón ya se había calmado y latía a ralentí, necesitaba decir algo:

- ¡Te quiero, papá! ¡Te daría mis ojos para que pudieras ver! ¡Te quiero! -arranqué a llorar desconsoladamente.

Se giró bruscamente, clavó sus pupilas inertes en mi retina y me agarró fuertemente el brazo casi hasta hacerme daño.

- ¡Hijo,  yo daría la vida por ti!
- "Caracha chá chá chá, caracha chá chá chá, caracha chá chá chá" – cantó la hembra.


De Jose Manuel Llerena



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