Esbelta, de gran porte y siempre erguida. Unos rasgos angulosos determinaban su cabeza y unos tremendos ojos siempre alegres y despiertos la dotaban de una expresión casi humana. La perra de Emiliano se llamaba Sali, una podenca ibicenca, blanca, parche en el ojo, con algunas manchas anaranjadas sobre la parte posterior del lomo.
Aquella gélida mañana de otoño estábamos
cazando el siempre complicado esparto, el peor de los tiraderos posibles para
el cazador y un áspero e interminable laberinto plagado de trampas para los
perros. Para más Inri y debido a las fuertes lluvias caídas durante la última
semana los caminos estaban impracticables, y nos tocó dejar los coches alado de
la carretera, muy lejos de lo cendajos del Olmo Torres que en Ca la Chanin con el primer café de la mañana habíamos
acordado cazar.
Hacía allí nos dirigíamos camino
adelante y sin cargar las armas cuando empezamos a oír los primeros tiros en el
Huerto del Cura, sin duda a las perdices. La Sali nos miraba como apremiándonos a llegar, iba
por el borde del camino, con la cabeza levantada cuando se quedó quieta mirando
a un cerrete que había al otro lado de un barbecho, en apenas dos segundo se
plantó en el cerro. Nosotros observábamos la escena desde el camino con las
escopetas descargadas. Tras dar una par de acrobáticos saltos sobre el esparto,
rompió el conejo como un relámpago,
visto y no visto, la perra dio el tirón tras él y desparecieron de
nuestra vista en la otra cara del cerro.
Chila Sali, chila, chila, -
gritaba Emiliano - cagüen diez ladrón, ya se habrá embocao el conejo, con esta
perra no llegamos en toda la mañana, anda vamos a seguir, ya vendrá.
Antes de que nos hubiese dado
tiempo a andar cien metros, ya venía la perra detrás de nosotros con el conejo
en la boca….
Llegamos al Olmo Torres y nos
repartimos la mano; Pablín, el espíritu
a la par que cerebro del grupo, el alma sabia de nuestras jornadas de
caza, en mitad del esparto, por el centro, con el grueso de los perros y
rompiendo. Un poco separado Emiliano, también por el centro, Rubén por lo alto
controlándolo todo y yo por debajo por el borde inferior, algo distanciado para
tener más amplitud de campo de tiro. Los perros iban y venían, saltaban,
paraban, corrían, una ladra aquí, un chillido allá, un tiro, ahora dos….era un
goteo permanente, y los morrales llenos. La Sali cazaba a su aire, no metía la nariz al
suelo, la cabeza siempre alta, con esa superioridad que se saben los grandes
perros, trasmitiendo seguridad, ahora trotaba, una muestra, dos saltos,
carreras…. cada poco rato se plantaba donde Emiliano con un conejo en la boca
sin mediar disparo. Así iba transcurriendo la mañana, una de tantas, cuando
siento un ruido y giro la cabeza, en una de las zonas pendientes del cerro
Emiliano rodaba hacía mí, encogido y con una fuerte expresión de dolor en su
cara. Todos nos dirigimos corriendo hacía él, no lograba articular palabra, y
se apretaba con las manos el estómago.
Intentamos levantarme del suelo,
cuando la Sali
se acercó a nosotros y comenzó a gruñirnos con gesto amenazante. Nos separamos
de él, asustados y sorprendidos, sin duda pensaba que le estábamos haciendo
algo. Poco a poco Emiliano consiguió calmar a la perra, y entre los tres le
llevamos hasta el coche, eso sí, la
Sali no se separaba ni un metro, es mas, durante el camino
saltó una liebre de la linde y no la hizo ningún caso, la única vez en su vida
que no corrió tras una pieza de caza. Increíble devoción y fidelidad al amo de
este animal.
Tras una interminable caminata
llegamos al Seat-127, abrimos la puerta trasera y tumbamos a Emiliano, antes de
que cerrásemos la puerta ya se había colado la perra a sus pies.
Llegamos al pueblo, y rápidamente
telefoneamos al prácticante de Santorcaz, sin saber explircarle lo que le
ocurría a nuestro amigo, simplemente que tenía unos fuertes dolores en la zona
del vientre y abdominal además de escalofríos y fiebre, nunca le había pasado
antes. Le acostamos en su cama, y nadie se atrevió a impedir la entrada a la
podenca que como un rayo se metió debajo de la cama en la que se retorcía de
dolor su dueño.
Al rato sentimos el retumbar de
las escaleras de madera, y respiramos al ver aliviados la entrada del
practicante a la habitación, cuando de repente la Sali , al ver un desconocido
en casa que entraba en la habitación de su maltrecho dueño asomó la cabeza de
la cama, enseñó los dientes y comenzó a ladrar y gruñir al atónito visitante.
Intentamos llevarnos de la perra
de allí, pues el practicante ni se acercaba a la cama, y ni siquiera a nosotros
nos dejaba acercar. Finalmente llamamos a la madre de Emiliano, que había
criado aquella podenca a biberón cuando era una cachorra, y sólo con ella salió
de la habitación.
Lo de Emiliano resultó ser un cólico al riñón, y lo de la perra…no tiene
nombre.Autor: Miguel Angel Alonso Valdivieso
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