Era una mañana despejada, sin apenas nubes, ya se
reunían los cazadores en torno al sorteo en que se repartirían los puestos.
Todos sabían que aquel día no se le iba a dar caza
a un animal cualquiera, sino a un enorme y viejo jabalí poco común, ya que
sobrepasaba los doscientos kilos y tenía el pelaje casi completamente blanco;
esto se debía a que era un gran macho viejo. Tenía unos grandes colmillos y por
aquellas tierras se le conocía como el Viejo Botafumeiro. El nombre se debía a
que una vieja leyenda contaba de él que cuando respiraba llenaba todo el monte
de niebla… Se dice que provenía de Portugal y ahora se asentaba en Pontevedra
(A Laxe), donde le darían caza.
Pero los cazadores no estaban en la cacería por el
trofeo, sino porque causaba gran daño a los ganados y, por lo tanto, a las
personas que allí vivían.
El viejo Alejandro había asegurado que un día que
regresaba a casa, después de tomar un buen plato de cocido en Estacas, iba
conduciendo su “todo terreno” cuando, de pronto, se le cruzó por delante un
enorme jabalí. Al ser el jabalí tan grande Don Alejandro pensó que le había
sentado mal el cocido y todo había sido un producto de su imaginación, arrancó
de nuevo el coche y siguió conduciendo hasta llegar al lugar donde guarda el
ganado. Cuando bajó del vehículo observó que la cerca estaba rota y… justo en
el instante en que se disponía a entrar, escuchó el quejido de un pequeño
ternero. Entró corriendo en una caseta en donde guardaba las armas y sacó la
escopeta pensando en que se trataba de un lobo que estaba atacando a su
ganado. Pero… de repente vio algo que
parecía ser un enorme jabalí devorando a un ternero. Cuando el gigantesco
animal observó al hombre se volvió hacia él dispuesto a cargar pero… como si se
tratase de una advertencia, el jabalí dio la vuelta y se marchó internándose en
la espesura. Pero, justo antes de desaparecer del todo entre la maleza, Don
Alejandro le había disparado, aunque el enorme animal ni siquiera se inmutó.
Al día siguiente Alejandro hubo reunido a todos los mejores cazadores de España,
contándoles a todos lo que había ocurrido la noche anterior. Pocos le creyeron
y muchos se burlaron de él, así que Don Alejandro les invitó a pasar la noche
en su casa y… esta vez todos vieron a la enorme bestia.
Al día siguiente decidieron realizar una batida.
Todos los cazadores eligieron los rifles más potentes y más precisos, 300
Winchester Mágnum era el arma favorita de la mayoría, por su equilibrio entre
potencia, precisión y calidad de materiales.
Mas todos se dieron cuenta de que, además de
buenas armas y buenos tiradores, necesitarían una jauría de buenos perros de
presa y de rastro. Pero Alejandro ya contaba con ello y había llamado a un
hombre de nombre Martín que vivía cerca de allí y que presidía a un club de cazadores que contaba con buenos
tiradores, que también habían acudido.
La mayor parte de los perros de presa eran alanos
españoles, una raza de perros ágiles, valientes y también fuertes. Contaban
además con excelentes sabuesos que servirían de guía a los demás perros.
Volvemos a la batida del principio de esta
historia, que es en el punto donde ahora nos encontramos y… como iba diciendo,
esa mañana se estaban colocando los puestos pero, como todos sabemos, siempre
hay alguien que da problemas y en este caso resultó ser un señor arrogante que
venía de Madrid, un señor acostumbrado a las cacerías de alto coste. Este señor
sí que venía a por el trofeo, para él sería una pieza más de colección y por
eso quería el puesto más próximo al que se vio al jabalí por última vez.
Solventado este incidente, ya todos los cazadores
estaban colocados en sus puestos… algunos temblaban, otros estaban ansiosos y
otros cargados de adrenalina. Mientras Don Alejandro sentía todo a un mismo
tiempo.
Ya se habían soltado a los perros y el señor de
Madrid ya se impacientaba, así que se
movió del puesto desobedeciendo las instrucciones de Martín y Alejandro. El
hombre se dirigió al fondo del valle y se instaló al borde de los árboles.
Justo en el instante en que iba a poner un pie dentro del bosque, escuchó los
ladridos de los perros, aunque no fue eso lo que le preocupó sino el grito
ensordecedor de un enorme jabalí que avanzaba hacia él rompiendo a su paso la
angosta maleza. Los sabuesos poco podían hacer para impedir el avance de la
poderosa bestia, sólo los valientes y aguerridos perros de presa podían
detenerlo, pero el inteligente animal los había dejado atrás.
En el mismísimo instante en que el desprevenido e
imprudente cazador iba a ser embestido apareció Martín, el perrero, que sacó su
enorme cuchillo de remate y se lo clavó en el lomo, el enorme jabalí dejó
escapar un grito ensordecedor y se sumergió de nuevo en la espesura con el
cuchillo clavado hasta la empuñadura.
Martín, como haría cualquier cazador responsable,
expulsó al hombre de la batida pues si pasaba una desgracia sería
responsabilidad suya.
La cacería continuaba. Los perros de presa habían
rodeado al imponente jabalí pero éste, aún herido de gravedad, lanzaba cuchilladas
con sus poderosos colmillos abriendo en canal a algunos de los desafortunados
canes. Así todo los valerosos perros de presa de Martín, alanos españoles y
dogos argentinos de gran nobleza, trabaron al animal firmemente por las orejas…
mas a pesar de su fuerza y coraje poco pudieron hacer contra un jabalí que
superaba con creces los doscientos kilos y que no tenía una herida que le
incapacitara. Así que el animal se desprendió de los perros y a toda velocidad
pasó por delante de los puestos de los cazadores.
Mi padre, que era uno de los hombres que
acompañaban a Martín, alcanzó a verlo y le disparó en los cuartos traseros…
intentó volver a hacerlo pero, mientras acerrojaba el rifle, ya había escapado
de su campo de visión.
Fue mi abuelo el que remató la faena, disparándole
en el costado, en la testa y… derribándole.
Todos comentaban por las emisoras que el
Botafumeiro había caído y todos se apresuraron a acercarse al cuerpo del animal
pero… para su desgracia descubrieron que el jabalí caído era otro que el gran
astuto había utilizado como escudo. Ahora todos sabían que el animal perseguido
no sólo era fuerte sino que estaba dotado de una gran inteligencia también.
El Gran Botafumeiro, antes de marcharse para
siempre de aquellas tierras, cruzó la mirada con la de Don Alejandro que lo
observaba desde lo alto de la colina.
Del gran jabalí ya nada se volvió a saber, algunos
dicen que murió a causa de las heridas, otros que se marchó hacia el norte y
otros que alguna vez lo vieron en las noches de luna llena.
Pero lo cierto es que el tremendo animal sólo se
acercaba por allí una vez al año para saludar a Don Alejandro y recordarle cuan
pequeño es el hombre frente a la naturaleza…
Escribe Alexandre Chan Marcos.
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