LA CAZA SIN ESFUERZO, NO ES CAZA


El punto de la cruceta señala el animal. Mis manos tiemblan, mi cabeza evita cualquier pensamiento ajeno al momento. Quito el seguro, aprieto el gatillo.


Recupero la posición y me incorporo. Dejo el rifle descargado en el suelo, conocedor de lo que puede pasar. Cuando me levanto, me fallan las piernas y me caigo. Lloro. No soy de lágrima fácil, dudo si quiera que mi gente más cercana me haya visto llorar alguna vez, pero la situación no me permite otra cosa. El perro, siempre a mi vera, me mira y se acerca sin molestar. Parece ser consciente de lo que pasa.


Una vez con las fuerzas restablecidas, me acerco al animal, por fin, después de tantas horas en las que cambié mi casa por las encinas, tantas noches en vela soñando despierto, me siento junto a él. Ya no lloro, pero me inundan los recuerdos y, con nostalgia, sonrío, repasando cada momento previo a su abatimiento.


Es un venado viejo, en decadencia, con la luchadera izquierda rota y el cuerpo cano y delgado, fruto de la época del año en la que ciervos y gamos hacen  esfuerzos desproporcionados por ser el más fuerte de la dehesa y hacerse así con las hembras de la zona.


La primera vez que le vi fue hace exactamente dos años. Mientras preparaba los archiperres para una nueva jornada de caza, sonó el teléfono. Era mi abuelo, mi referente en el mundo de la caza, un cazador jubilado, apasionado del campo y sus cosas. Orgulloso por naturaleza, abandonó el rifle y la escopeta cuando el cuerpo empezó a fallarle. Por eso, mi sorpresa fue enorme cuando me pidió acompañarme a una jornada de caza durante esa berrea. Sentía que no se había despedido de verdad de la caza, del campo y quería hacerlo por última vez conmigo. Emocionado, acepté el reto.


 Cambié mis planes. Mi abuelo se movía ayudado por un bastón de roble hecho con sus propias manos, le costaba moverse y se cansaba a cada paso. Por eso, preparé con detalle un puesto para el, con visibilidad suficiente y facilidad de disparo, además de accesibilidad para poder dejarle con el coche. Al enterarse soltó una carcajada y se negó. “La caza, sin esfuerzo, deja de ser caza” me dijo mientras echaba a andar con su viejo 270 a la espalda.


El rececho fue largo en tiempo y corto en distancia por razones obvias. Cuando vimos el primer grupo de ciervas acompañadas por un venado joven, pensé que sería suficiente para él pero, riéndose una vez más, me dijo que él tenía que morir antes que ese venado. Sin darse cuenta, me estaba volviendo a dar una lección de lo que es un verdadero cazador.  Mientras le miraba, esforzándose para seguir el camino, me acordaba con cierta pena de aquellas nuevas generaciones que, en muchas ocasiones, se fijan más en la foto de un gran trofeo subido por alguien al que ni siquiera conocen, que en aquel que ha dedicado su vida al campo y que en cada movimiento nos enseña algo nuevo.


Llegando el ocaso y después de un acercamiento intenso, mi abuelo apuntaba a un gran venado distraído con su harén. Sus manos, fruto de la vejez, y el nerviosismo típico previo a un lance, temblaban como las de un niño el primer día de colegio. Respiró hondo y ¡PUM! El venado y su grupo salieron corriendo. El disparo se había quedado trasero. Volviendo a casa, con una sonrisa de oreja a oreja, mi abuelo me miró y dijo “¿Lo intentamos el sábado otra vez?”


Aún recuerdo, tumbado en la cama de aquel hospital, las últimas palabras que mi abuelo fue capaz de decir: “Ese venado es nuestro, hazte con él esforzándote como sabes”


El agosto siguiente, como cada año, puse en práctica lo que en tantas salidas el me había enseñado, por primera vez, sin poder contárselo. Preparé comederos, me fijé en cada huella, madrugué cada día durmiendo en el monte muchas noches. Con el rifle en el armero, me olvidé de los guarros. Ese año tenía un objetivo claro.


A mediados de septiembre bajaron las temperaturas y con ellas llegaron los primeros berridos. Muchas horas dedicadas a la búsqueda de aquel animal, los kilómetros se acumulaban en mis piernas, la desesperación se apoderaba de mi cabeza y el celo llegaba a su fin cuando, de repente, la naturaleza, la suerte, mi abuelo, o no sé quien, me brindó una oportunidad. Bien entrada la mañana, muchas horas después de haber abandonado la cama, me asomaba al último balcón antes de poner rumbo a casa. Un grupo de ciervas me dieron el aviso y los prismáticos me lo confirmaron. Ahí estaba “El VENADO,” tan grande e impresionante como el año anterior. La distancia era mayor que la permitida por los valores que mi abuelo me enseñó, pero su cercanía con la linde me impedía arriesgarme, por lo que eché el morral al suelo y apunté. Mis manos temblaban, y mi cabeza era incapaz de templar el ritmo de mi corazón, sin pensarlo dos veces, disparé. Mientras el venado corría me imaginé la voz ronca de mi abuelo diciendo “la naturaleza te castiga, por no hacer las cosas bien. La caza, sin esfuerzo no es caza y tú, has optado por la vía rápida” Ya no estaba, pero seguía dándome lecciones.


Un año después, aquí estoy, escribiendo estas letras después de haber disfrutado en familia de una comida entrañable, comiendo la carne de “nuestro” magnífico venado, que tantas tardes de campo me regaló y tanto esfuerzo me supuso y tantos recuerdos inolvidables dejó grabado en mi mente.




Autor: Pedro Mairata de @thehuntervibes.





No hay comentarios:

Publicar un comentario