La caza ha ido cambiando a medida
que pasaba el tiempo, y con ella los valores de la misma. No ha sido o será
mejor; simplemente, es un carpe diem. Siendo parte de la natura, se convierte
en algo móvil, inesperado y, por ello, único.
Atrás quedaron esas jornadas
monteras de cinco días que nos narraba el montero de Alpotreque y en las que,
en cada palabra, saboreábamos una caza tradicional —pero con una distinción de
clases demasiado marcada—. El valor cinegético se basaba en días de campo con
amigos, unidos por una pasión que desenfrena los corazones más calmados y
alivia las penas de sufridas almas. La caza olía de verdad, se sentía corriendo
al compás por las venas, se escuchaba en la lluvia empapando el manto que cubría
el piso. Animales bravos por doquier, en una España que era tierra de lobos, de
patirrojas sinónimo de fuerza y bravura, de grandes y gallardos venados, que
coronados reinaban anunciando el otoño, y de un largo etcétera. Valores de
amistad y amor por la naturaleza en un paraje sin igual. Andar sin encontrarte
alambradas… Qué maravilla, ¿verdad?
Muchos otoños pasaron ya desde
entonces, y las hojas caducas de un libro perenne cubren escritas la senda de
nuestro camino. No podemos predecir lo sinuoso del trayecto, pero en nuestra
mano está subir montañas o rodearlas.
Quedamos aun los que llevamos la
caza en el ADN, recreándonos con cada paso en la naturaleza. Viviendo en una
ignorancia permanente, reverencia hacia las docencias del campo. Cazando para
con la natura. Triste y desconocida minoría la que presentamos, pero llena de
valores. Sentimos la pasión más allá de la pólvora. Jamás colgamos las botas,
solo la escopeta. Respeto, cariño y mimo en cada proceder son algunos de los
sentimientos que marcan nuestra vida cinegética.
La sociedad no critica lo que no
conoce sino lo que se le muestra. Estos ojos carroñeros de oportunidades han
aprovechado para suplantar, sin darnos cuenta, aquel noble sastre que vestía
esta pasión con sentimientos, y declarando amor eterno por el campo, por uno
elitista, “cazador” de sociedad, y para quien el campo solo es un burdel donde
hacerle dos caricias y pasar a la acción con la mejor del local, siempre y
cuando no esté en esos meses del año. Nos han tachado de buscar placer por
placer, marchitando y ensuciando aquello por lo que nos sentimos orgullosos,
nuestro cuidado por la madre naturaleza. Un as de oros oscuro, blanco de todos
los juicios feroces que se hacen. ¿Y qué hacemos? Ocultarnos, huir sin mirar
atrás, enseñarle la espalda a lo más profundo de nuestro ser. Con más de cuatro
millones de cazadores en España, apenas tenemos voz ni voto tanto político como
social. La providencia en este caso nos echa un capote, iluminando cada vez a
más gente a salir a la calle y luchar juntos por la misma causa.
Quizá me hubiera gustado vivir en
otra época. Una donde se cazara por afición aprovechando la carne, donde los
pesticidas fueran fantasmas de un futuro inalcanzable y se cultivase a
conciencia intentando respetar los nidos. Donde las vallas se escribiesen con
“b” e “y” para comerlas y no saltarlas o simplemente fuésemos respetados por lo
que no se ve y hacemos. O solo donde los tiradores se hiciesen con una
horquilla de olivo, y no fuesen los “cazadores” que hoy nos representan. Quizá
los otoños se lleven estas palabras o quizá la lluvia haga que calen hondo en
los ojos miopes de un mundo frío sin escrúpulos para la crítica.
Autor: Ignacio Candela
Artículo publicado originalmente en: https://cazaworld.com/blog/una-caza-del-pasado/
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