"Cuando menos te lo esperas, salta la liebre"

Disponible este relato en formato audio narrado, cortesía de su autor (pincha aquí)



Día 4, Sábado, 18 de Noviembre de 2017.

     Impresionante mañana esta del sábado, la temperatura estaba por debajo de los cero grados, pero el sol se dejaba ver y no hacía mucho viento. En días así, los colores se vuelven perfectos y el sonido de la naturaleza se agudiza, dejándote entre ver la grandiosidad que nos regala el campo, nuestro amado campo.






Salimos de casa dispuestos a igualar el sábado anterior, tarea difícil, pues la caza va menguando y las perdices aprendiendo. La estrategia era la misma que en el sábado anterior, primero miraríamos los barbechos y si hay perdiz, ir metiéndolas a las lindes.

Heiko venía a mi lado, empezó a rastrear el primer barbecho, yo iba mirando al suelo por si alguna liebre se decidía a salir. "Qué mal se anda por los barbechos", pensé. La sequía que estamos viviendo este año es terrible y la tierra se agrieta y está suelta, por lo que andar rápido por las tierras se convierte en una ardua tarea. Un año malísimo para el campo, no hay agua para los animales y el cereal no nace.

Rápido llegamos al barco dónde se suelen quedar las patirrojas, pero hoy no había ni una. Empezamos a rastrear las primeras lindes. Había algo de rocío y se me empezaban a calar las punteras de las botas. Dimos una primera mano tranquilamente, dejando a los perros hacer su trabajo, sin duda ponen más pasión que maña. Seguimos andando hacia unos lindazos que teníamos enfrente, ya nos íbamos dando cuenta de lo dura que iba a ser la jornada. Cogimos la primera linde con la misma estrategia de siempre, yo me subo arriba para ir viendo el barbecho y mi padre cubriendo de la mitad para abajo. No hubo suerte. Las perdices no están aquí. Es verdad que el primer día de la general se las castiga mucho, pero perdices tiene que haber, muchas veces parece que se las traga la tierra, se van curtiendo de lances pasados y las que se baten en duelo con los cazadores se vuelven mucho más recelosas.

Seguimos caminando y ya llevaríamos una hora desde que salimos, seguíamos sin ver nada y la mañana parecía perdida. Nos iba a costar y mucho.
-"Mal pinta la mañana", decía mi padre.
-"Bueno, por lo menos no se está mal en el campo", le repliqué yo, mientras me quitaba el gorro de lana y lo metía en el chaleco.
-"Vamos a cruzar la carretera y miramos la zona del arroyo", comentó mi padre.
Asentí con la cabeza y así lo hicimos. Bajamos desde los morros donde nos encontrábamos hacia el valle. Toda esa zona de mi coto es preciosa para la caza menor. Es una zona buenísima con pequeños perdidos entre las tierras de cereal. El terreno es excelente para la perdiz, que cuando va en el bando se protege de maravilla, teniendo siempre vigiladas las escopetas que las acechan. Por eso el terreno es especial, premia a los buenos cazadores, a los pacientes, a los que hacen pierna. También es buena zona de liebre, pero en tiempos pasados, claro está. Yo lo sé por antiguas jornadas de caza que siempre recuerda mi padre, en esos momentos de melancolía, mezclada con tristeza de ver como las especies cinegéticas van menguando. De aquellos tiempos en los que no había cupos, que la liebre salía y no se tiraba porque llevabas el morral lleno. En aquellos tiempos donde te permitías el lujo de elegir el lance. Aquellos tiempos, donde las perdices se bajaban hasta el mismísimo pueblo a protegerse, de las que había, y de los cuantiosos números de escopetas que salían al campo en su busca. Aquellos tiempos, que no he vivido, pero tengo como propios, debido al sentimiento que mi padre, mi tío y otros cazadores de aquellas épocas lo cuentan, como he dicho antes, con melancolía. Ahora, en estos tiempos, suerte tienes si te encuentras tres o cuatro escopetas durante la mañana y más suerte si tienes lances, digo suerte, por no decir lo que tienes que pelear, luchar, correr y conocer a perdiz y terreno, para tener la posibilidad de lance. Otro cuento ya es que el lance sea satisfactorio. Pero volvamos por el momento a esta jornada cinegética que os estaba contando y dejemos los tiempos pasados, para algunos en el recuerdo y para otros, en nuestros sueños.

Como iba diciendo nos bajamos de los morros donde nos encontrábamos, mi padre se fue a mirar unos perdidos y yo tiré hacia la izquierda, distanciándonos un poco. Llegué hasta unos arenales, donde suele haber conejos. Nada más pisé el arenal, me salió un conejo, rapidísimo, desde unas carrascas hacia una boca, no pude ni encararme la escopeta. A los dos segundos, otro conejo cruzaba, me encaré la escopeta y disparé, una polvareda levanté en la misma boca donde se metió, sin éxito y nada más disparar, otro conejo me salió, esta vez un poco más lejos, apunté y disparé. Ya tenía la primera pieza de la mañana. Fui a por el conejo mientras me llevaba las manos a la cabeza, "tres conejos seguidos", fui pensando. Por lo menos otro debería haber metido al morral. Pero bueno, queda para criar.

Un poco más adelante, después de mirar unos morros, me junté con mi padre, no había visto nada. Seguimos andando, mirando lindes y asomándonos a los barbechos, sin suerte. Ya serían las once de la mañana y veíamos como el tiempo se iba consumiendo y las perdices ni asomaban. Yo por lo menos había disparado mi Benelli, mi padre ni eso. Cuando íbamos a cruzar un arroyo pequeño, un conejo salió, yo sólo le oí. Mi padre no pudo ni siquiera dispararlo.

Continuamos caminando con paso firme y fuimos subiendo por unos caminos hasta unas laderas próximas, el cansancio se manifiesta mucho más cuando no se ve caza y aun llevando sólo unas dos horas y media cazando, yo estaba agotado. Me sobraba todo, me sobraba el casi vacío morral que portaba, sentía el peso de cada cartucho en la canana, las botas me hacían un poco de daño e incluso la escopeta se me hincaba en el hombro. Cuando subíamos un lindazo, una perdiz alzó el vuelo, se acababa de cumplir la regla que narra ese viejo refrán de lo inesperado, "cuando menos te lo esperas, salta liebre", y así fue. No sé si fue más cosa del cansancio o de ir ya desanimados, con la escopeta al hombro y mirando al suelo, pero fallamos lo infalible, sin capacidad de reacción, pues se asustaron hasta los perros, la perdiz se fue, no sin dejar un rastro de plumas en el cielo. No hay cosa que más me duela que dejar caza herida en el campo. Pero en fin. Esto nos sirvió para ponernos en alerta de nuevo, no nos volvimos a apoyar las escopetas al hombro.

Nos adentramos en una ladera con bastante jara y carrascas muy altas, los perros se despistaron y cambiaron de guía. Koeman se vino conmigo y Heiko con mi padre. Yo no termino de acostumbrarme a cazar con Koeman, mi padre sabe cómo manejarle para que controle sus ganas y no se vaya largo. Yo soy incapaz. Heiko es más prudente, no se aleja mucho y aunque coja rastro siempre levanta la cabeza y mira hacia atrás, como comprobando que le sigues. El spaniel-bretón de mi padre tiene una planta como ningún otro, una raza maravillosa y a mí me encanta verle cazar. Fui con él entre las jaras, no me terminaba de encontrar a gusto. Le llamaba, pero no me hacía caso, seguía su rastro y me obliga a aumentar el ritmo. De repente una perdiz sobrevoló mi cabeza, iba larga y disparé, la vi por unos instantes, pero enseguida la perdí de vista por culpa de unas carrascas que impedían mi visión. Estaba dada, pero con toda probabilidad, estaba de ala. Bajé rapidísimo dónde yo había calculado que podría haber caído, pero allí no había nada. Rastreamos Koeman y yo sin éxito y avisé a mi padre con un grito. Él iba por abajo de la ladera y podría haber visto algo. Subió donde yo me encontraba muy rápido y le comenté lo que había sucedido.

-"Me ha salido una perdiz y va dada, pero está de ala y no le encuentro", comenté a mi padre enfadado.
-"Si está de ala, aquí no está" espetó mi padre.
Mi padre bajó a un barbecho que había en el rodapié de la ladera, y fue hasta un arroyo cercano, buscó la perdiz sin éxito. Aun así, a los perros les daba viento, no podía andar muy lejos esa perdiz. Continuamos buscando hasta que mi paciencia se cansó y mi tozudez dijo basta.










-"No me gusta nada está ladera, ya se me han perdido dos perdices aquí", dije muy enfado, como si la culpa la tuviera la ladera y no mi destreza en el disparo.
-"Si apuntas bien a la perdiz, no se va de ala y no la pierdes, descuida", dijo mi padre burlándose de mí y quitando hierro al asunto.
-"A mí lo que me jode es que esta perdiz es carne de cañón ya", farfullé entre dientes.

La mañana estaba siendo rara, de esas mañanas que te sale el refranero español y a mi se me viene a la mente una de las mejores frases que he escuchado del entorno cinegético, "no me gusta nada como caza la perrita". Si se piensa bien muchas de las frases hechas que decimos cotidianamente vienen del mundo de la caza, ese del que muchos reniegan. "Deja de marear la perdiz", "Al mejor cazador se le escapa una liebre”, "El que la pieza sigue, la consigue" o la frase que antes hemos recogido "cuando menos te lo esperas, salta la liebre". Pues así estábamos nosotros, con un conejo en el morral y dando gracias.

Sería la una menos cuarto, más o menos, cuando decidimos separarnos un poco. Yo me fui dirección a las lindes que habíamos mirado a primera hora de la mañana. Crucé la carretera y cuando me asomé a una tierra vi unas seis o siete perdices. Qué difícil iba a ser moverlas, ardua tarea. Cuando entré en el primer morrito que quería rastrear, observé como Heiko metía el morro abajo. "Aquí han estado", pensé. Me puse en alerta y continué. En ese morro no estaban. Pero sabía que no se encontraban muy lejos. Me pasé a un lindazo que había enfrente y cuando empecé a subir hacia un majano que hay en la parte más alta vi cómo al perro empezó a darle vientos, en cuanto llegué al morro, allí estaban, cinco perdices. No me sorprendió verlas allí, pero el cansancio acumulado de la jornada hizo mella y subir aquella linde me había dejado jadeante. Me coloqué la escopeta, mal por cierto, bastante mal. Noté como la culata me golpeaba el hombro y tuve que recolocármela. Apunté a la perdiz y disparé, mal también, fatal. Disparé un tiro de ansia, no me gustó. La perdiz se estaba yendo larga, me coloqué la escopeta bien y respiré un segundo, cómo tenía que haber hecho en el primer disparo errado, cubrí la perdiz y disparé mi segundo tiro. El olor a pólvora me puso los pelos de punta y vi cómo la perdiz caía lindazo abajo hasta ir a parar a una alfalfa. Recogí las vainas de los cartuchos mientras Heiko bajaba a cobrar la perdiz abatida. Las otras patirrojas se habían dispersado, pude observar durante el lance que dos de ellas se habían bajado a un arroyo pequeño que hay cercano y otra se había quedado en un perdido un poco más adelante. Decidí ir por esta última, fui decidido a buen paso, casi corriendo. Entré en el perdido y sabía que allí se encontraba. Desde arriba la vi peonando, esperé que alzara el vuelo, "ya la tengo", pensé. Había vendido la piel del oso antes de cazarlo. La perdiz me salió perfecta, rectita, pero el exceso de confianza me hizo fallar mi primer disparo e incrédulo, fallé el segundo, el tercero ni lo quise tirar pues me había dado tanto chance que me la dejé larga. No hay mejor medicina para la confianza. En la caza, siempre hay que ir alerta, jamás des una pieza por abatida pues la fallarás y eso si que no falla.

Seguí andando mientras pensaba en la perdiz que había fallado, es la primera vez que me pasa, normalmente para abatir una pieza tengo que estar muy concentrado y aun así me cuesta, pero hoy me había confiado, me había podido la soberbia. Me fui arrepintiendo el resto de la mañana. A lo lejos ya veía a mi padre y a Koeman y fui andando hacia ellos y nos juntamos a los pies de una linde.
-"Qué, ¿llevas algo?", le pregunté, con intención de vacilarle con la perdiz de mi morral.
-"Una y un conejete, ya pensaba que me iba bolo hoy", me respondió con tranquilidad. "¿Y tú?", me preguntó.
-"Lo mismo", le contesté entre dientes. De nuevo me fue imposible andarle con vaciles cinegéticos

Seguimos conversando y le comenté que dos perdices se habían quedado en la reguera y fuimos por ellas. Yo tenía ganas de otra, y cogimos la reguera por ambos flancos, los perros se iban metiendo por entre las hierbas hasta que llegando al final de ésta se levantó una perdiz, disparó mi padre un tiro fugaz, falló. Un segundo después disparé mi Benelli, sin acierto y finalmente mi padre descargó un segundo disparó que hizo caer a la patirroja. Los perros fueron por ella y en ese mismo instante otra perdiz se levantó de debajo de mis pies, ¡Pum! ¡Pum!, nada, la perdiz siguió volando como si yo disparara cartuchos de fogueo. "¡Vaya día!", pensé. Está claro que no soy buen tirador, pero las perdices me estaban saliendo a huevo, gracias al trabajo duro durante toda la mañana. Quizás el cansancio ha influido en estos fallos, quizás el duende del campo, que lo que un día te da al otro te lo quita, no se, pero lo que está claro es que moralmente estaba abatido y las piernas me pedían un descanso. "¡Me voy a ir yendo a casa!" le dije a mi padre. Quedaría una media hora para cerrar la jornada, estábamos cerca de casa y decidimos irnos los dos.




No me podía quejar, en absoluto, que no me habré ido días con el morral vacío a casa. Y sin duda algún día me iré bolo esta temporada, pero el mero hecho de salir al campo ya es una suerte, ver perdices, un regalo y tener lances, la guinda del pastel.




                           



Autor Daniel Cantero


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