CAZADORES, NO ALIMAÑAS

Mis piernas piden descanso, mi mente me exige seguir. Llevo varios días disfrutando de la berrea y sin embargo, todos los venados que he visto tienen primaveras por recorrer.
De pronto, no muy lejos de donde estoy, suena un berrido que me llama la atención.
Miro el reloj. La mañana se me echa encima y el venado buscará pronto las sombras de una encina para dar reposo a su agotado cuerpo.
Barajo mis opciones, ¿qué será mejor? Puedo subir a unas peñas que me permitirán contemplar  gran parte de la dehesa y así ver quién es el dueño de esos gritos desesperados de amor, pero tardaré mucho tiempo en llegar allí y perderé toda oportunidad de acercamiento. Es mi última mañana aquí, después de comer debo volver a Madrid. No hay tiempo, escojo la segunda opción, dirigirme al lugar del venado, pero, ¿y si se va antes de que llegue? Correré el riesgo.
A cada paso que doy le siento más cerca, el corazón va a mil por hora, cuando de pronto, sin previo aviso, deja de berrear. Mis peores temores se han cumplido. El venado ha decidido dar descanso a su cuerpo, exhausto por el amor y las batallas.
Intento seguir, pero el silencio se hace presente en la dehesa y no ubico su último berrido. Desesperado me siento en una roca, en mi cabeza rondan mil pensamientos, tengo ganas de gritar, la rabia se ha apoderado de mí. Descargo el rifle. Puede parecer una acción torpe por mi parte, pero siempre lo hago, por seguridad, pero sobre todo, por respeto. Si no estoy cazando, no abato.
Y como la caza es así, escucho un ruido por mi espalda, lo siento muy cerca, por lo que cuido hasta el mínimo detalle a la hora de darme la vuelta. Ahí estaba el causante de mi locura, mi entretenimiento de esa mañana, el que a partir de ese día se iba a convertir en el protagonista de mis pesadillas durante mucho tiempo. Un venado de 15 puntas, no demasiado gordo, pero sí para la zona. Un “bicharraco” nunca visto en ese coto abierto. Un autentico espectáculo. Cualquier movimiento delataría mi posición. La única posibilidad es dejarle que se vaya e intentar cortarle. Una vez se aleja, miro el reloj, debería irme, no lo hago, al menos mandar un mensaje, tampoco, no llevo el móvil encima. Quizás por eso me echaron del trabajo y aunque ahora digo que me arrepiento, no dudo en que lo volvería hacer.
Doce de la noche y sigo en el monte, ni rastro del “monstruo.” Me ha ganado la batalla.
Ha pasado un año, septiembre otra vez y aquí estoy yo, pero, ¿dónde está él? En el coto dieron dos monterías y ansioso esperaba cada junta de carnes, pero nunca llegó. Nadie lo había visto, empezaron a dudar de mí.
Una vez más, cuando todo está perdido, escucho su peculiar berrido. Suena en la misma zona que el año pasado, no lo dudo, voy a por él. Cuando llego, ahí está, en el barranco del diablo, disfrutando de su majestuosidad rodeado de ciervas. Miro con los prismáticos, me deleito mirándole, es impresionante, ha mejorado. El corazón vuelve a superar, por mucho, las pulsaciones máximas recomendadas. Me separan 1500 metros del animal, empiezo mi acercamiento sigilosamente y midiendo cada paso al milímetro. Paro, las ciervas se han puesto alerta. Si me muevo, echaré todo al traste. ¡PUM! Se escucha en el coto de al lado, muy cerca de allí. Los bichos ponen tierra de por medio y el venado me vuelve a acompañar durante mis largas noches de insomnio. Es el claro vencedor de la batalla
La berrea llega a su fin y vuelve la jornada montera. Nadie sabe nada. Nadie le ha visto. En la segunda de las monterías de ese año, acompaño a un amigo rehalero. Me apetece andar, no quiero puesto. Las ladras me enamoran, los gritos me entretienen. Suena la Emisora. Nos hemos hecho con tu venado, me dicen. No puedo creerlo. Espero con desesperación el sonido de las caracolas y acudo con prisa al puesto afortunado. Pero cuando lo veo, no tengo duda, no es él. Quizás este es más grande, pero el “mío”, claramente, era más espectacular. De vuelta en el camión, mi amigo “Tommy”, el perrero, señala monte arriba a un venado que ha conseguido huir de la mancha, miro con los prismáticos y sonrío. Se ha salido con la suya de nuevo.
Lo tengo claro, ese venado me ha vencido en infinidad de ocasiones, por lo que me doy por vencido, si le vuelvo a tener delante, disfrutaré de él en el monte, pero alzo bandera blanca a nuestra batalla y me rindo en el intento. Le vea cuando le vea, en la situación que sea, no será objetivo de mis disparos.
Pasan tres años y nada se ha sabido de él. He descartado todas mis opciones de volver a verle, pero no se me va de mi cabeza. ¿Dónde andará? ¿Seguirá vivo?
Volviendo de montear, paré en un bar a tomar café. No muy cerca del coto, tampoco excesivamente lejos. El local era extraño, algo siniestro, lleno de humo y la poca gente que había en el bar, miraba con descaro al forastero que acababa de entrar.
Me senté en la barra y pedí café. Mientras esperaba, observe los grandes trofeos que había en la pared. Cuando lo vi, no pude evitar mi asombro. Me acerqué y observé con detenimiento aquel “monstruo,” disecado de pecho, que colgaba en la pared. Pregunte al dueño si era suyo, me contesto que “afirmativo”. No tenía placa, por lo que pregunté la zona, me contesto que el coto del pueblo (a más de 150 km del mío.) No le creí. No cabía error. Era él. Era “mi” venado. No salía de mi asombro. No se merecía ese final. Un animal inteligente y majestuoso como aquel, que había ganado mil batallas, no merecía estar colgado en la ilegal pared de un delincuente que se hace pasar por cazador. Le comenté mi insinuación, le dije que me negaba a creer su versión, él me contestó tranquilo, “puede ser el mismo, los venados se mueven.” Insistí en mi pensamiento, me echó del bar, pagué mi café y me fui con la cabeza alta, mientras todos los allí presentes me insultaban.
El tiempo me dio la razón y años después, una vez más en las maravillosas noches de septiembre, el “cazador” o mejor dicho, la alimaña, fue cazada. Mientras aprovechaba la luna para mirar con los prismáticos, vi una sombra que no me cuadraba, avisé al Seprona que actuó con rapidez, esperando al tiro para pillarle “con las manos en la masa”. Feliz, le mire a los ojos mientras le pedían la documentación, sin importarme el escupitajo que me lanzó a la cara.
Esto lo hice por él, por el “monstruo”, para vengarle de aquel inmerecido final. Se había ganado mi indulto y consiguió pasar inadvertido frente a muchos cazadores, hasta que un “indeseable” volvió a manchar el nombre de la caza, perjudicando, una vez más, a los que a diario nos esforzamos por honrarla.

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