viernes, 28 de abril de 2017

El Corzo Imposible


l

Hoy traigo una historia muy especial. En plena temporada del corzo, he querido recrear en PLAYMOCAZA esta bonita modalidad. Para ello y fruto de una bonita ruta en bicicleta realice una serie de tomas fotográficas de lo que yo presumía podía ser perfectamente un rececho/aguardo al pequeño cérvido. Pero luego a la hora de montar la historia y de poner palabras quería en esta ocasión algo especial, algo bueno y de carácter más poético de lo que yo suelo realizar, y por ello le pedí al amigo @postalobera que si quería responsabilizarse del reto.

Este es el resultado. Espero os guste esta colaboración.

"Dedicado a una persona sumamente especial que alumbra cada día y que hace poco ha cumplido su sueño corcero"



Sentí frío. Al cerrar la ventana supe que tenía que llevar algo de abrigo. Muchos kilómetros por delante y un día largo, y dicen que más bien que sobre que quedarse corto. Apuré el café y cogí los trebejos. A un tiro largo de autovía me esperaba el escenario de mi sueño de primavera: un corzo en lontananza para el que tengo un precinto, el de cada año, el de cada sueño, el de cada temporada.

Mi inseparable .243 para estos menesteres y mi macuto añejo donde guardo las balas y esas cosas que siempre nos sacan de un apuro, al coche. La oscuridad arropa toda la ciudad, que se ilumina salpicada por multitud de farolas y luces led. La ruta es larga, y sin pausa me dirijo al destino. Quedan horas hasta que el sol despunte y pinte los campos.



Salí con tiempo, pero un pinchazo al llegar al cazadero me jodió la espera del alba. Mal comienzo para un día raso que poco a poco se llevó los fríos e hizo que me despojase de abrigo. El chaleco y una camisa de manga corta serían mi atuendo. Botas bien usadas y presto a recechar, que apretaba el día.



Ahí estaban los barbechos del año pasado echando espigas. Amplias hojas de cereal donde los corzos buscarán sustento. Tenía que haberlos rebuscado ahí a primera hora del día, pero el sol ya llevaba ventaja y yo la tardanza que provocó un trozo de hueso al meterme en la pista. Barrí con mis 10x42 las siembras y no descubrí nada. Desde un altozano me eché los prismáticos a los ojos esperando encontrar alguna silueta, pero las únicas que se movían eran las de los vehículos que circulaban por el polígono industrial del municipio. Así que di marcha atrás y me dispuse a trastear otras áreas del coto.



Al arrimarme a un lindero de alfalfa con un trigal, ¡qué susto! Andaba ensimismado con la posibilidad de que saltara el corzo de mi sueño y la arrancada de la perdiz me sobresaltó. Qué maravillosas estas aves del páramo y de la sierra que se engalanan con tantos colores y que despiertan en el cazador esa atracción por el pájaro salvaje que pone a prueba sus facultades. Qué grande es la perdiz roja, bandera española de nuestros campos.



Un almendro solitario me vio recomponer la cara después del sobresalto, que aumentó cuando me percaté de que tres culeras blancas se escondían en el monte a lo lejos. Ni tiempo de reaccionar. Seguí tras ellos durante más de una hora, pero perdí toda pista dentro del pinar.



Este terreno es ideal para los corzos, para las perdices… Amplias llanuras sembradas y alternándose entre eriales y parcelas barbechadas conforman un paisaje variado que alimenta a la avifauna del lugar. Montes de pinar sobre los campos de olivos le dan más alternativas al animal que medra y pasa sus días aquí. Además, este acotado tiene una gestión ejemplar. Los socios procuran alimento y agua en los meses de carencia, y esto se nota. La caza mayor y la menor abundan. El campo lo agradece y, de vez en cuando, te regala algo. Cierto es eso de que, tantas veces, si das, recibes.


Seguía avanzando con pies de gato y mirando por los prismáticos. Encontraba excrementos, algunos más frescos que otros, que delataban la presencia de corzos en la zona. Alguna collalba rubia se cruzaba a mis pasos y una pareja de aguilillas calzadas oteaba desde las alturas. Un rascadero en una retama solitaria me alertó de la presencia de algún macho. El día estaba sin aires y la figura del corzo se marcaba de forma repetitiva en mi mente. Su perlado pinchaba mis ideas… Eran las ganas.



Al caminar, intentaba no hacer ruido y pisar con disimulo. Aunque el campo estaba todavía verde, si rompías una paja descubrías tu presencia en la distancia y algún paso de los mal dados, atronaba. Por eso un zorro saltó espantado con el botín de su caza mañanera: un conejo. ¡Ay, ladino! Se me cruzó a tiro de escopeta y se largó en paz, pues hoy no tocaba. Que te aproveche, raposo.



En el campo, bien lo sabemos, el juego de predadores y presas es diario. Ahí, donde nosotros vemos paisajes con hermosas luces y escenas bucólicas, se repite cada día una constante tan natural como cruda: sobrevivir. El insecto se zafa del buitrón, el ratón del mochuelo, y así andan unos tras otros.



Llegué a una de las zonas más bonitas del coto. A esta hora, esa abrigada podía ser buen lugar para encontrar al que voy buscando. El año pasado vi aquí uno de los corzos más espléndidos que haya visto. Lo recuerdo con nitidez. Allí, en la costana de los pinos, lo descubrí. Al hacer una panorámica con los prismáticos, el barrido se paró como si un resorte lo frenara. Los ocho aumentos me bastaron para verlo allí, altivo y hermoso, en un claro de la pinada. La distancia era larga para determinar las virtudes de su cuerna, pero el aparatoso bulto sobre la cabeza me reveló unas hechuras inusuales. Debía cogerle las vueltas cuanto antes sin que le llegaran mis aires.



Fueron, quizá, los minutos más largos de mi vida. Conforme avanzaba encorvado, y a tirones, lo reubicaba a golpe de prismáticos. Allí estaba. Conseguía acercarme sin ser descubierto. Casi lo tenía. El corzo se tapó detrás de un puñado de pinos. Y se esfumó. Por más que registré la cuesta no conseguí volver a verlo. La noche se echó y, sobre mí, la desazón. Digo que ese corzo desapareció porque así fue realmente: no se volvió a ver durante la temporada y de nadie se supo que le diera caza, pero yo lo vi.



El calor apretaba y decidí parar el rececho de la mañana. Llegué al coche y me acerqué hasta la localidad para comer donde siempre lo hago cuando vengo a los corzos. Allí encuentro un ambiente agradable con buena mesa. Para qué quiere uno más si tiene caza y caldero: promesas del buen cazar, agasajos con buena cocina, un poco de reposo y tranquilidad. El madrugón había pasado factura y me la cobré en “Casa Paca” con su mejor pitanza y una sobremesa que aproveché para que arreglaran el pinchazo para poder volver a casa.


Quedaba tarde y sobraban las ganas. Regresé al cazadero y me metí en el olivar que llegaba al sopié del monte. Iba camino de las asomadas y rebuscando por el entorno de los sesteaderos. Vi dos corzos lejanos y luego otro al borde del pinar. Por ahí campan los duendes, me dije. Los olivos venían cargados de manojos de flores aún por abrir. En una orilla, buscando el refugio del herbazal, una perdiz había plantado su nido y comenzaba la puesta de prometedores perdigones. Me topé con ella y la perdiz hizo amago de salir volando, dejando ver sus tres primeros huevos. Reculé y quise que la suerte se aliara con ella, pues tenía por delante la aventura más necesaria y dificultosa de la naturaleza: el renuevo de la especie. Ojalá fuera una puesta generosa, llegaran todos los pollos a igualones y se hicieran perdices recias, de esas que te vuelcan el corazón y te rompen las piernas.






Ortega escribió que “el cazador es el hombre alerta”. No andaba equivocado el filósofo y bien sabemos esto los cazadores. Sea de espera, rececho o como quiera que sea, ahí andamos aguzando los sentidos. Quisiéramos tener la vista del águila real y el oído de su hermano de la noche, el búho, y así andamos apretando los ojos sobre los prismáticos queriendo descubrir algo y entornando la cabeza de cuando en cuando para poder escuchar mejor los avisos del campo.



La tarde avanzaba y yo seguía buscando a ese corzo que veía en sueños o quizá a ese otro que descubrí el año pasado y que se perdió hasta que alguien lo encuentre. Registraba cada sombra y miraba a todos lados.



Con afán de otear, me subí a un cancho. Un terreno ondulado con pequeñas barrancas se presentaba como escenario. Quizá ahí, amagado, estuviese echado el corzo de mi sueño, el de cada año, el de cada temporada. El corte del monte, a lo lejos, pintaba prometedor para última hora de la tarde. Ese sería, si antes no me rozaba la suerte, mi último cartucho.




El recechista hace del gesto de mirar una virtud, y también su herramienta necesaria. Mirar, mirar y remirar. En esas andaba sobre la piedra gorda cuando un zarandeo en una hoya me alertó. El matorral se sacudía y pronto pude verla. Una guarra, o eso parecía, arrancaba a tarascadas algunas ramas. Ras, ras. Y seguía: ¡ras! La observé durante varios minutos, y tan enfrascada en lo que hacía estaba que ni se percató de mi presencia. Cogía las ramas y se las llevaba. Volvía, ras, ras, y se llevaba más.



Me entretuve de lo lindo mirando la jabalina. Ese trajinar con tanto afán solo tenía una explicación. La guarra estaba a bocaparir y andaba liada preparando el encame para su camada. ¿Cuántos serían? ¿Llegaría alguno a ser escudero de un buen verraco o quizá uno de ellos llegase a solitario jabalí de un relato de Foxá o Covarsí? Y cavilando se mezcló un parto con las andanzas montunas de un gran jabalí por las sierras. Pasión de caza. Sigamos…




 
Se echaba la tarde. Las sombras se alargaban. Lindando con el olivar y frente al monte, coloqué un parapeto de ramas. Había que esperar al ocaso y me senté a verlas venir cuidándome del aire y atendiendo a mi experiencia. El sol a mis espaldas y todas las ilusiones por delante. Los prismáticos a mano, el rifle en el regazo y una zona querenciosa en mi campo de tiro.



Sentarse a pie de campo, mudo e inmóvil, permite ser testigo de escenas singulares. Hay quienes dicen que no hay mejor sitio para estar que en el campo, y no les falta razón, aunque todo tenga su momento. Tres conejillos me entretuvieron un rato.



 Los socios del acotado disponen bebederos y comederos por el terreno, y vaya si las especies los aprovechan. Esos tres conejos serían una muestra de lo que se acerca cada día a ese punto de agua. Especies cinegéticas o no, todas se benefician de la mano que el hombre cazador les dispensa, sea en forma líquida, sólida o a la postre de gestión. El cazador, ese de principio a fin, es el que lanza guiños a la naturaleza junto a su mano de ayuda para luego, en justa lid, recoger parte de ella. Con respeto, buen hacer y dedicación.



El rifle de cerrojo descansaba sobre mis piernas con ganas de hablar. Mis ojos registraban cada palmo de terreno con ayuda de los prismáticos. ¿Qué tiene la caza del corzo que nos fascina? ¿Por qué este pequeño cérvido levanta nuestras más delicadas pulsiones venadoras? ¿Es su magia?



El caso es que ahí estaba yo, buscando al corzo de mi vida. Después de caminar recechando, la jornada de caza iba a terminar cumpliendo una espera. El lugar era fantástico; los tímidos aires hacia mí soplaban. Me bastó coger un puñado de tierra fina para lanzarlo y que el polvo delatara su dirección. Antes, cuando fumaba, era prender un cigarro para que el humo cantase los aires. Tenía delante una plaza despejada y me rodeaba un escuadrón de olivos en nítida formación. El sol se acostaba detrás de mí. Al fondo, el bosquete de pinos y una franja de terreno despejada a pie de monte.



Lejos del frío que sentí esta madrugada al asomarme por la ventana de casa, ahora es la calidez de la tarde la que arropa este paisaje. El día avanza ahora como el minutero del reloj y cada segundo parece restar. No quisiera quedarme sin luz; no quisiera quedarme sin sueño.



Fue como una aparición. De repente, al pie del pinar, un corzo asomó. Estaba lejos, muy lejos, pero supe que era una hembra. Me recompuse tras la pantalla y me apreté. El campo se movía y los corzos despertaban. La corza ganaba terreno y a cada paso se frenaba, alzaba la cabeza y escuchaba. Los prismáticos se pegaron a mis ojos. Después de tantas horas es cuando valoras tener unos cristales de calidad.



Apareció. Después de que la corza hubiese avanzado más de una veintena de metros, de la sombra de los pinos surgió la figura de un corzo tras sus pasos. ¿Quién sabe si ahí, a tantos metros, estaba representada mi oportunidad? Tocaba esperar.



La collera se arrimó hasta el olivar comisqueando. El terreno despejado me permitía seguirlos entre los troncos de los olivos y pude comprobar cómo, a cada paso, acortaban la distancia. El macho se volvía más hermoso. Cuanto más se acercaban, el afán por ocultarme crecía. Bajé la mirada y pasé la mano sobre el cerrojo y la caja de mi rifle, como avisándole de que anduviera despierto. Si hubiera podido dejar de respirar, sí, lo hubiera hecho. Ahora mis movimientos parecían cansinos, metódicos, con el fin de no romper la quietud de la tarde y de este momento con pulso acelerado. 



Ese par de culeras blancas me encendía, y cuando repasaba la cuerna del corzo con los aumentos… Quería ver al corzo que desapareció en el que tenía enfrente, pero se trataba de otro macho distinto. La pareja, aparte de los que había visto a lo largo del día, me estaba regalando el mejor rato del atardecer.



Me di cuenta de que otra hembra se acercaba. Habría salido del monte rezagada y ahora pretendía alcanzar a los dos que me robaban la atención. Otro vistazo detallado a golpe de prismáticos. Eran animales lozanos con un pelo lustroso. El macho llevaba razones para dar algún que otro escarmiento y salir airoso del enfrentamiento con otros de su especie. Una cuerna larga y gruesa. ¡Menudas luchaderas y garcetas tenía el mozo!




La hembra retrasada se paró y los dos que tenía delante se alertaron. Apenas escuché nada más que un leve crujir que no supe de dónde vino. ¿Quizá un jabalí triscando? Apreté la garganta del .243 y pensé que llegaba la estampida, pero no. Unos segundos eternos y los corzos volvieron a su quehacer. Estaba decidido.




Fui levantando lentamente el rifle hasta llevarlo al encare sobre mi hombro. Me centré en el macho y revisé de nuevo su cornamenta. No había dudas, era excepcional. Quité el seguro del rifle con la delicadeza de una caricia. Respiré tres veces y de forma pausada solté el aire. Besé el gatillo con el dedo índice y noté como los pelos se me pusieron de punta. Centré el codillo del animal en la retícula, alcé unos centímetros y disparé. ¡Bum! Solté un chorro de aire mientras el campo enmudecía. Las hembras saltaron y se perdieron con dirección al monte. Me desencajé el rifle del hombro con la misma suavidad con la que los había hermanado. Volví a respirar profundamente. Un par de torcaces rompieron la quietud del escenario.



Aún sentado tras mi pantalla de ramas, esperé unos minutos de rigor. Hace años, después de abatir la pieza, echaba un cigarrillo; ahora ocupo esos minutos en rendir mi respeto, pero sin humo. Cogí de nuevo los prismáticos y miré el corzo tendido. Lo remiré. Rendido. Descargué mi cerrojo suavemente porque todo estaba hecho. Eché un vistazo al contorno y tuve la sensación única de estar solo en el mundo.



Me incorporé y caminé sin prisas hasta el corzo. Quedaba tarde y quedaba luz. ¡Qué animal más hermoso! El tiro ya había esparcido un mechón de pelos y al pasar mi mano por su costado se desprendieron más. El perlado de la cuerna era un poema y el cuerpo era un auténtico regalo de carnes. No sé el tiempo que pasó desde que vi asomar a la hembra hasta que apreté el gatillo del .243, pero sé que ese tiempo compuso mi lance como una partitura. Y sonó. ¡Vaya melodía! ¿Qué más se podía querer? Pues quizá… alguien a quien dar un abrazo y con quien compartir la emoción de la caza.







Precinté el corzo. Parte de su carne quedaba en la localidad y otra parte se volvería conmigo. La caza que termina en el plato sabe mucho mejor. Además, siempre que se pueda, es de ley aprovechar cada animal que cacemos. Ensalzar cada pieza con el rito de la cocina es parte del respeto que le debemos por lo que nos ha regalado en el campo. La cultura de la carne de caza es un capítulo que, además, tiene aún mucho recorrido.


Retomé la autovía con el neumático arreglado y la mente perdida en la jornada que había dejado atrás pero llevaba conmigo. Antes de que anocheciera ya estaba en ruta para hacer noche a dos pasos y salir de mañana, con la fresca y descansado. A lo lejos, en un apartado de aquel acotado, una silueta se dibujó sobre un crestón de la sierra. Su colosal estampa se recortó ante el bermellón final del ocaso. Era aquel corzo que se esfumó y desapareció; aquel que solo vi una vez. Era ese corzo que anda en algunos rincones del campo y que todos guardamos en la mente como una ilusión: ese corzo imposible que verás algún día y desaparecerá para siempre como una utopía.





@postalobera


No hay comentarios:

Publicar un comentario