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Este es el resultado. Espero os guste esta colaboración.
"Dedicado a una persona sumamente especial que alumbra cada día y que hace poco ha cumplido su sueño corcero"
Sentí
frío. Al cerrar la ventana supe que tenía que llevar algo de abrigo. Muchos
kilómetros por delante y un día largo, y dicen que más bien que sobre que
quedarse corto. Apuré el café y cogí los trebejos. A un tiro largo de autovía
me esperaba el escenario de mi sueño de primavera: un corzo en lontananza para
el que tengo un precinto, el de cada año, el de cada sueño, el de cada
temporada.
Salí
con tiempo, pero un pinchazo al llegar al cazadero me jodió la espera del alba.
Mal comienzo para un día raso que poco a poco se llevó los fríos e hizo que me
despojase de abrigo. El chaleco y una camisa de manga corta serían mi atuendo. Botas
bien usadas y presto a recechar, que apretaba el día.
Al
arrimarme a un lindero de alfalfa con un trigal, ¡qué susto! Andaba ensimismado
con la posibilidad de que saltara el corzo de mi sueño y la arrancada de la
perdiz me sobresaltó. Qué maravillosas estas aves del páramo y de la sierra que
se engalanan con tantos colores y que despiertan en el cazador esa atracción
por el pájaro salvaje que pone a prueba sus facultades. Qué grande es la perdiz
roja, bandera española de nuestros campos.
Este
terreno es ideal para los corzos, para las perdices… Amplias llanuras sembradas
y alternándose entre eriales y parcelas barbechadas conforman un paisaje
variado que alimenta a la avifauna del lugar. Montes de pinar sobre los campos
de olivos le dan más alternativas al animal que medra y pasa sus días aquí.
Además, este acotado tiene una gestión ejemplar. Los socios procuran alimento y
agua en los meses de carencia, y esto se nota. La caza mayor y la menor
abundan. El campo lo agradece y, de vez en cuando, te regala algo. Cierto es
eso de que, tantas veces, si das, recibes.
Al
caminar, intentaba no hacer ruido y pisar con disimulo. Aunque el campo estaba todavía
verde, si rompías una paja descubrías tu presencia en la distancia y algún paso
de los mal dados, atronaba. Por eso un zorro saltó espantado con el botín de su
caza mañanera: un conejo. ¡Ay, ladino! Se me cruzó a tiro de escopeta y se
largó en paz, pues hoy no tocaba. Que te aproveche, raposo.
Llegué
a una de las zonas más bonitas del coto. A esta hora, esa abrigada podía ser
buen lugar para encontrar al que voy buscando. El año pasado vi aquí uno de los
corzos más espléndidos que haya visto. Lo recuerdo con nitidez. Allí, en la
costana de los pinos, lo descubrí. Al hacer una panorámica con los prismáticos,
el barrido se paró como si un resorte lo frenara. Los ocho aumentos me bastaron
para verlo allí, altivo y hermoso, en un claro de la pinada. La distancia era
larga para determinar las virtudes de su cuerna, pero el aparatoso bulto sobre
la cabeza me reveló unas hechuras inusuales. Debía cogerle las vueltas cuanto
antes sin que le llegaran mis aires.
El
calor apretaba y decidí parar el rececho de la mañana. Llegué al coche y me
acerqué hasta la localidad para comer donde siempre lo hago cuando vengo a los corzos.
Allí encuentro un ambiente agradable con buena mesa. Para qué quiere uno más si
tiene caza y caldero: promesas del buen cazar, agasajos con buena cocina, un
poco de reposo y tranquilidad. El madrugón había pasado factura y me la cobré
en “Casa Paca” con su mejor pitanza y una sobremesa que aproveché para que
arreglaran el pinchazo para poder volver a casa.
Quedaba
tarde y sobraban las ganas. Regresé al cazadero y me metí en el olivar que
llegaba al sopié del monte. Iba camino de las asomadas y rebuscando por el
entorno de los sesteaderos. Vi dos corzos lejanos y luego otro al borde del pinar.
Por ahí campan los duendes, me dije. Los olivos venían cargados de manojos de
flores aún por abrir. En una orilla, buscando el refugio del herbazal, una
perdiz había plantado su nido y comenzaba la puesta de prometedores perdigones.
Me topé con ella y la perdiz hizo amago de salir volando, dejando ver sus tres
primeros huevos. Reculé y quise que la suerte se aliara con ella, pues tenía
por delante la aventura más necesaria y dificultosa de la naturaleza: el
renuevo de la especie. Ojalá fuera una puesta generosa, llegaran todos los
pollos a igualones y se hicieran perdices recias, de esas que te vuelcan el
corazón y te rompen las piernas.
El
recechista hace del gesto de mirar una virtud, y también su herramienta
necesaria. Mirar, mirar y remirar. En esas andaba sobre la piedra gorda cuando
un zarandeo en una hoya me alertó. El matorral se sacudía y pronto pude verla.
Una guarra, o eso parecía, arrancaba a tarascadas algunas ramas. Ras, ras. Y
seguía: ¡ras! La observé durante varios minutos, y tan enfrascada en lo que
hacía estaba que ni se percató de mi presencia. Cogía las ramas y se las
llevaba. Volvía, ras, ras, y se llevaba más.
Me
entretuve de lo lindo mirando la jabalina. Ese trajinar con tanto afán solo
tenía una explicación. La guarra estaba a bocaparir y andaba liada preparando
el encame para su camada. ¿Cuántos serían? ¿Llegaría alguno a ser escudero de
un buen verraco o quizá uno de ellos llegase a solitario jabalí de un relato de
Foxá o Covarsí? Y cavilando se mezcló un parto con las andanzas montunas de un
gran jabalí por las sierras. Pasión de caza. Sigamos…
Se
echaba la tarde. Las sombras se alargaban. Lindando con el olivar y frente al
monte, coloqué un parapeto de ramas. Había que esperar al ocaso y me senté a
verlas venir cuidándome del aire y atendiendo a mi experiencia. El sol a mis
espaldas y todas las ilusiones por delante. Los prismáticos a mano, el rifle en
el regazo y una zona querenciosa en mi campo de tiro.
Sentarse
a pie de campo, mudo e inmóvil, permite ser testigo de escenas singulares. Hay
quienes dicen que no hay mejor sitio para estar que en el campo, y no les falta
razón, aunque todo tenga su momento. Tres conejillos me entretuvieron un rato.
Los socios del acotado disponen bebederos y comederos por el terreno, y vaya si
las especies los aprovechan. Esos tres conejos serían una muestra de lo que se
acerca cada día a ese punto de agua. Especies cinegéticas o no, todas se
benefician de la mano que el hombre cazador les dispensa, sea en forma líquida,
sólida o a la postre de gestión. El cazador, ese de principio a fin, es el que
lanza guiños a la naturaleza junto a su mano
de ayuda para luego, en justa lid, recoger parte de ella. Con
respeto, buen hacer y dedicación.
El
rifle de cerrojo descansaba sobre mis piernas con ganas de hablar. Mis ojos
registraban cada palmo de terreno con ayuda de los prismáticos. ¿Qué tiene la
caza del corzo que nos fascina? ¿Por qué este pequeño cérvido levanta nuestras
más delicadas pulsiones venadoras? ¿Es su magia?
Lejos
del frío que sentí esta madrugada al asomarme por la ventana de casa, ahora es
la calidez de la tarde la que arropa este paisaje. El día avanza ahora como el
minutero del reloj y cada segundo parece restar. No quisiera quedarme sin luz;
no quisiera quedarme sin sueño.
Fue
como una aparición. De repente, al pie del pinar, un corzo asomó. Estaba lejos,
muy lejos, pero supe que era una hembra. Me recompuse tras la pantalla y me
apreté. El campo se movía y los corzos despertaban. La corza ganaba terreno y a
cada paso se frenaba, alzaba la cabeza y escuchaba. Los prismáticos se pegaron
a mis ojos. Después de tantas horas es cuando valoras tener unos cristales de
calidad.
Apareció.
Después de que la corza hubiese avanzado más de una veintena de metros, de la
sombra de los pinos surgió la figura de un corzo tras sus pasos. ¿Quién sabe si
ahí, a tantos metros, estaba representada mi oportunidad? Tocaba esperar.
La
collera se arrimó hasta el olivar comisqueando. El terreno despejado me
permitía seguirlos entre los troncos de los olivos y pude comprobar cómo, a
cada paso, acortaban la distancia. El macho se volvía más hermoso. Cuanto más
se acercaban, el afán por ocultarme crecía. Bajé la mirada y pasé la mano sobre
el cerrojo y la caja de mi rifle, como avisándole de que anduviera despierto. Si
hubiera podido dejar de respirar, sí, lo hubiera hecho. Ahora mis movimientos
parecían cansinos, metódicos, con el fin de no romper la quietud de la tarde y
de este momento con pulso acelerado.
Ese
par de culeras blancas me encendía, y cuando repasaba la cuerna del corzo con
los aumentos… Quería ver al corzo que desapareció en el que tenía enfrente,
pero se trataba de otro macho distinto. La pareja, aparte de los que había
visto a lo largo del día, me estaba regalando el mejor rato del atardecer.
Aún
sentado tras mi pantalla de ramas, esperé unos minutos de rigor. Hace años,
después de abatir la pieza, echaba un cigarrillo; ahora ocupo esos minutos en
rendir mi respeto, pero sin humo. Cogí de nuevo los prismáticos y miré el corzo
tendido. Lo remiré. Rendido. Descargué mi cerrojo suavemente porque todo estaba
hecho. Eché un vistazo al contorno y tuve la sensación única de estar solo en
el mundo.
Precinté
el corzo. Parte de su carne quedaba en la localidad y otra parte se volvería
conmigo. La caza que termina en el plato sabe mucho mejor. Además, siempre que
se pueda, es de ley aprovechar cada animal que cacemos. Ensalzar cada pieza con
el rito de la cocina es parte del respeto que le debemos por lo que nos ha
regalado en el campo. La cultura de la carne de caza es un capítulo que,
además, tiene aún mucho recorrido.
Retomé
la autovía con el neumático arreglado y la mente perdida en la jornada que
había dejado atrás pero llevaba conmigo. Antes de que anocheciera ya estaba en
ruta para hacer noche a dos pasos y salir de mañana, con la fresca y descansado.
A lo lejos, en un apartado de aquel acotado, una silueta se dibujó sobre un
crestón de la sierra. Su colosal estampa se recortó ante el bermellón final del
ocaso. Era aquel corzo que se esfumó y desapareció; aquel que solo vi una vez.
Era ese corzo que anda en algunos rincones del campo y que todos guardamos en
la mente como una ilusión: ese corzo imposible que verás algún día y
desaparecerá para siempre como una utopía.
@postalobera